En octubre de 1962, el mundo estaba al borde de la guerra nuclear. Poco antes de las elecciones a mitad de mandato, el presidente estadounidense John F. Kennedy reiteraba que no se produciría –ni se aceptaría– ninguna instalación de misiles ofensivos soviéticos en Cuba. Moscú lo ignoró, pero sin comprender realmente si las declaraciones estadounidenses apuntaban a calmar al electorado o constituían una verdadera intimidación. Comunicados –secretos– precisarían las intenciones de los protagonistas y les permitirían resolver la crisis. Los estadounidenses sugirieron que sin duda aceptarían –pero más tarde y discretamente– una de las compensaciones que reclamaba Moscú: la retirada de misiles de la OTAN desplegados en Turquía. Del lado soviético, una carta confidencial de Nikita Kruschev señalaba a Kennedy que un compromiso estadounidense de no invadir Cuba le permitiría ordenar la retirada de los misiles de la isla sin quedar desprestigiado.
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