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Ritmos elevados y contratos cortos

Las kellys de los grandes hoteles

También en los hoteles de lujo las limpiadoras se ven sometidas a ritmos infernales, hasta el punto de que algunas aprovechan la hora de la comida para escaparse. Lo comprobamos en un prestigioso hotel de la costa vasca francesa.

por Marie Morgan, septiembre de 2020

8:30 de la mañana, en la planta baja de un apartahotel “de prestigio” de la costa vasca francesa (1). Los turistas están fuera, disfrutando de la brisa marina, de la playa y del sol tras largas semanas de confinamiento por la pandemia. La actividad es frenética: los doscientos apartamentos y habitaciones del apartahotel están completos. Las encargadas de la limpieza, de entre 18 y 57 años de edad, recogen la hoja de trabajo para el día. Se ha instaurado un código de color muy sencillo, especialmente para las muchas trabajadoras que vienen del otro lado de la frontera española: las habitaciones o apartamentos resaltados en amarillo son “de salida”, y toca limpiarlos a fondo; los marcados en rosa son simplemente “de estancia”. El objetivo no es tanto limpiar realmente las habitaciones sino “dar muestra de que hemos estado”, explica Michelle T., una limpiadora que ronda los 60 años y no tiene reparos en compartir algunas precauciones y “trucos”: no olvidarse de bajar la tapa del inodoro, sacarle brillo a la grifería, poner el pomo de la ducha boca abajo y cerrar las cortinas.

El tiempo necesario para realizar estas diversas tareas lo calibró la directora de la residencia: dedicó una tarde, cronómetro en mano, a seguir a las empleadas mientras hacían su trabajo. Según dice, tenían tendencia a “entretenerse”… Esa base sirve para calcular automáticamente cada día el tiempo de limpieza necesario para el día siguiente, en función del número de reservas. Y por lo tanto el número de limpiadoras que habrá que prever.

Esta mañana cunde el pánico. La directora acaba de enterarse de que una de las “chicas” no va a venir. Urge encontrar a quien la sustituya: “Llamaré a Maïwenn –sugiere la encargada–. Siempre dice que sí”. Con 18 años de edad, Maïwenn D. reside en un complejo de viviendas sociales de Hendaya; vive sola con su madre, que se encuentra en el paro, y tiene que trabajar para poder empezar la carrera de Derecho, su “sueño”. Acepta inmediatamente y llega treinta minutos después, sin siquiera haberse cambiado la blusa que llevaba puesta para salir de compras por una ropa más cómoda y menos delicada: “Temo que no me vuelva a llamar si le digo que no”. La chica lleva nueve días seguidos de trabajo. “Ya llevo casi 150 horas trabajadas en tres semanas, por 1.000 euros. ¡Eso es mucho dinero!”, dice satisfecha.

Entre las limpiadoras del apartahotel, pocas comparten su entusiasmo. Cobran el salario mínimo y a la mayoría de ellas se las contrata en calidad de refuerzo: no saben cuántas horas trabajarán en el mes, ni cuánto ganarán ni qué días trabajarán. Sin mencionar que en general las llaman a última hora. Así las cosas, muy pocas son las que consiguen un sueldo equivalente al de un trabajo a tiempo completo. Muchas intentan pues compaginarlo con otra actividad. Como Jessica R., camarera en la barra de un bar de alterne español por la noche, que a veces enlaza directamente con la limpieza a las 8:30 de la mañana los sábados y domingos; o como Caroline D., que trabaja a tiempo parcial en una empresa de limpieza en Bayona, a unos treinta minutos de allí.

Durante el verano, la directora, algo dolida, nos explica un día: “Nos ha dado un toque de atención la URSSAF [red de organizaciones privadas para la recaudación de las cotizaciones del sistema de seguridad social de Francia] por los contratos de extra. Estamos haciendo demasiados. Suelen ser contratos puntuales, pero en este caso las chicas siempre regresan, de modo que, según el organismo, deberíamos hacerles firmar un contrato temporal. ¡Pero es que no puedo!”. Y el hecho es que el grupo al que pertenece el apartahotel ha decidido el coste máximo que deben representar las limpiadoras en la gestión del lugar. Al ser muy numerosas, constituyen la partida de gastos salariales más elevada en estos centros, y por lo tanto ahí es donde se debe ahorrar. Sin la precariedad de los contratos de extra, que permiten ajustar al máximo lo que se necesita para la limpieza, sería imposible alcanzar el objetivo.

También lo sería si se pagaran las horas extras. Pero aquí no se pagan las horas extras, sino que se “recuperan”. Salvo que esta recuperación nunca se da. Así que cada mañana cunde la ansiedad entre las limpiadoras al recibir las hojas de trabajo. “Nunca terminaremos a tiempo”, suelta a menudo alguna de ellas. Y ahí comienza una carrera contra el reloj para no tener que trabajar gratis. Porque, tanto si se cumple el reto como si no, la hoja de paga no cambia.

En un mes, una docena de ellas han decidido no volver. La mayoría de las restantes padecen esguinces, dolor de espalda, tendinitis, por lo general en silencio. Como Alicia L., de 19 años, que sigue trabajando pese a un esguince que la obliga a pasar la aspiradora y la fregona cojeando, y que se pasa tardes y noches aplicando bolsas de hielo sobre su lesión. Sueña con ser cajera, “un trabajo tranquilo, en el que estás sentada”, nos dice, antes de añadir, con un suspiro: “Pero no tengo experiencia para ser contratada”. Al igual que su madre, que trabaja en una empresa de limpieza, lleva tres años de limpiadora, el único trabajo que ha tenido desde que terminó la escuela. Y, como cada temporada de verano, declara que esta será “la última”.

Durante el verano, la duración del receso para comer ha pasado de 60 a 35 minutos para que a “las chicas” no les dé tiempo a volver a casa. Y es que algunas, tras pensárselo, decidían no volver por la tarde. “Nos metía en un buen lío –argumenta la directora–. Y bueno, ¡así no pierden el ritmo!”. Pero con las nuevas directrices por la pandemia de covid-19, ya no hay microondas ni frigorífico en la sala de descanso, que es donde solían comer, y un asiento de cada dos tiene ahora un precinto de color naranja.

Aunque situada en el sótano, en el estacionamiento, esta sala era el único lugar donde las empleadas podían compartir un momento de camaradería. Se accedía a esta tras recuperar discretamente las llaves de las recepcionistas, a quienes se teme y respeta por tener “responsabilidades”, como la de “hablar con los clientes”. Por el contrario, señala Michelle T., “nosotras somos invisibles”.

La pandemia ha empeorado las condiciones de trabajo. Michelle llega cada mañana con un nudo en el estómago, compartiendo las últimas noticias sobre la enfermedad que escuchó en la televisión la noche anterior. “Tengo 57 años, soy persona de riesgo. Con el oficio que tenemos, estamos en primera línea”. Caroline D., que anda con sobrepeso, apostilla: “¡Yo, encima, soy asmática! Con la mascarilla, me cuesta respirar”. El presupuesto que la dirección del grupo destina a la limpieza no permite respetar las reglas establecidas en el “grueso informe” que “la sede” envió a la directora: falta tiempo, faltan mascarillas, delantales, gorros, trapos... Los “trajes covid”, en cantidad insuficiente, se reservan y conservan por orden de la directora para que, en una perfecta estratagema, las empleadas de la limpieza puedan ponérselos en caso de que se presentara uno de los “grandes directivos” del grupo. Con un ligero repunte de la epidemia a la vista para finales de julio y, sobre la mesa, un nuevo informe de sus superiores, la directora pide a las limpiadoras que “apliquen más que nunca el protocolo y redoblen esfuerzos: ¡todo, todo, todo debe ser desinfectado, hasta los pestillos de los ventanales! Estáis en primera línea. ¡Con un volumen de negocios por debajo del habitual, no podemos permitirnos tener un problema de contagio en el hotel!”. “¡Está en vuestras manos, chicas!”, concluye con aire serio. Solo que lo que no ha aumentado es el número de minutos dedicados a cada habitación.

La única innovación real a consecuencia de la epidemia es que la dirección del grupo ha decidido hacerse con las prendas de vestir que la asociación caritativa Emmaüs ya no puede vender por los riesgos sanitarios; la idea es hacer retales con ellas y usarlas como trapos, para ahorrar en esa partida de gastos. Y así es como las bañeras se frotan con calzoncillos de poliéster, las ventanas, con chándales que lucen el logo del club de fútbol Paris-Saint-Germain (PSG) y los inodoros, con camisones de encaje…

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(1) Se han modificado o anonimizado los nombres de lugares, estructuras y personas para poder recoger el testimonio de las empleadas entrevistadas en este reportaje.

Marie Morgan

Periodista.