Con la mano en el corazón, los medios de comunicación, la Justicia y la patronal brasileños se lamentan por la magnitud de la corrupción. Desde hace tres años, la han erigido en principal problema del país. Su preocupación es tal que, en 2016, unieron sus fuerzas –sin preocuparse por las voces disonantes– para apoyar la medida más drástica que se puede tomar en una democracia: destituir a la presidenta Dilma Rousseff, elegida en 2011.
Sin embargo, esta indignación relativa a la corrupción y a la criminalidad solo era un pretexto para poner en marcha el proceso de destitución. Al librarse de Rousseff, los actores de esta película mala de serie B colocaron al mando del país a auténticos criminales, personas cuyas vilezas y cuyos comportamientos mafiosos relegan las acrobacias presupuestarias de la expresidenta al rango de pecados veniales. En el festival de proezas criminales que caracterizan el Brasil “post-Dilma”, las manipulaciones contables que justificaron su destitución parecen tan ingenuas que uno se pregunta cómo sus enemigos políticos y los periodistas estrella de la cadena Globo consiguen conservar la seriedad cuando claman a los cuatro vientos su indignación.
En el lugar de la líder del Partido de los Trabajadores (izquierdas, PT) han colocado a Michel Temer, siendo la corrupción su segunda naturaleza. Muy pronto, la población descubrió que había sido grabado ordenando el pago de sobornos a Eduardo Cunha para comprar su silencio. Cunha, a quien resulta difícil describir de otra manera que no sea como un gánster, lideró la campaña contra Rousseff cuando presidía la Asamblea Nacional. En la actualidad está cumpliendo una condena de quince años y cuatro meses de prisión por “corrupción”, “blanqueo de capitales” y “evasión ilegal de divisas”. Desde hace dos años, los diputados que derrocaron a la presidenta compitiendo en exaltación en su denuncia de las malversaciones de las que se le habría culpabilizado, aceptan sin rechistar los sobres que Temer les entrega para silenciar las acusaciones de corrupción –a menudo respaldadas por grabaciones contundentes (1)– que pesan sobre él.
Durante la campaña presidencial que debe desembocar (el próximo 28 de octubre en caso de segunda vuelta) en la elección del nuevo presidente del país, las estrellas de los platós de televisión y las familias oligárquicas que poseen los grandes medios de comunicación se han despojado de los últimos vestigios de credibilidad que intentaban atribuirse. La operación que lleva a cabo la prensa alcanza tal grado de corrupción, y de manera tan abierta, que contraría hasta a las mentes menos suspicaces.
La prensa oligárquica se unió explícitamente al candidato Geraldo Alckmin, gobernador por el estado de São Paulo, miembro del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, derechas) y encarnación de la elite del país. Se le podría describir como una versión tropical de François Fillon, y no mucho más dinámico. Su falta de carisma es tal que con frecuencia es comparado con un pepino, la hortaliza de la que procede su apodo. Alckmin maquina en el entorno político desde hace décadas, recibe los favores del mundo de los negocios al que adula y no desprecia aquellos que la corrupción cotidiana orienta hacia los dirigentes políticos brasileños. Para los poderosos, resulta imposible soñar con un mejor guardián del statu quo.
No es casualidad que la estrategia de Alckmin consista en esconderse. No organiza mítines, ya que nadie, excepto los insomnes, asistiría. Su búsqueda de poder no se basa más que en acuerdos de trastienda, propulsados por la fortuna de los oligarcas a cuyos intereses sirve; en definitiva, el tipo de corrupción legalizada que gangrena el mundo político, y que parece que no ha comenzado a atormentar a los periodistas hasta hace poco. Sin embargo, las adulaciones de la prensa aún no han conseguido que llegue al 10% en intención de voto. Como en cualquier parte del mundo, el rechazo a las elites políticas alcanza tal nivel que la población se aleja de ellas de manera cada vez más notable.
Encarcelado tras una precipitada condena por corrupción, el expresidente Luiz Inácio “Lula” da Silva, con gran diferencia favorito en las encuestas, no ha sido autorizado para presentarse como candidato. Hasta el último minuto, la estrategia del PT consistió en confiar en que la Justicia se volviera a su favor bajo la presión popular. La candidatura de su sustituto y ex compañero de cartel Fernando Haddad, anunciada el 11 de septiembre, va acompañada de esfuerzos que le permitan beneficiarse de la popularidad de Lula da Silva. La estrategia funcionó con la elección de Rousseff en 2011, pero el exalcalde de São Paulo sigue siendo poco conocido entre muchos electores, sobre todo en los bastiones “lulistas” del noreste.
En estas circunstancias, se percibe a los tres favoritos, con razón o sin ella, como personalidades ajenas al sistema: el diputado de extrema derecha Jair Bolsonaro (2), quien no esconde que desea el regreso al poder de los militares, como durante la dictadura (1964-1985), y que encabeza en intención de voto desde la renuncia de “Lula”; Marina Silva, una ecologista negra, evangélica y conservadora en cuestiones sociales (3); y Ciro Gomes, un dirigente político de izquierdas, hábil y experimentado pero desprovisto de aliados o de coalición (dada la magnitud de las divisiones entre los progresistas) y víctima de su imagen de libre electrón imprevisible.
En un contexto de pánico entre la elite, el “pepino” anunció que había formado una amplia coalición en torno a lo que los medios de comunicación denominan el “bloque centrista” –en otras palabras, “todo el mundo salvo Lula y Bolsonaro”–. También se dotó de una compañera de cartel, candidata para la vicepresidencia: Ana Amélia Lemos, del Partido Progresista (PP).
La naturaleza “centrista” de la iniciativa no salta a la vista inmediatamente. El PP contaba con Bolsonaro hasta 2015. Hunde sus raíces en el apoyo a la dictadura militar, que tomó el poder en 1964 aprovechando un golpe de Estado respaldado por Estados Unidos. En aquella época, Lemos era periodista, situando su pluma al servicio de la Junta, y estaba casada con un senador designado por los oficiales. Sus actuales convicciones la situarían, decididamente, en la extrema derecha en el tablero político en Estados Unidos o en Europa. Durante el verano de 2018, después de que el presidente del PT concediera una entrevista a la cadena qatarí Al Jazeera, tomó la palabra en el Senado para reprochar al PT –con una sutil mezcla entre xenofobia e ignorancia– el haberse aliado con unos terroristas: había confundido Al Jazeera con Al Qaeda.
La coalición de Alckmin se concibió con el objetivo de garantizarle la mayor parte de la financiación pública y del tiempo en antena durante la campaña, con la esperanza de que una avalancha de propaganda electoral ahogaría las reticencias de la población. Y poco importa, para los medios de comunicación, si el partido de Lemos resulta ser uno de los más implicados en los escándalos que sacuden al país (4). De los 56 diputados afiliados al PP, 31 están acusados de corrupción. Incluso Bolsonaro consideró conveniente distanciarse de este partido –que recuerda cada vez más a una cloaca política– para presentarse a la presidencia. A pesar de que la Justicia no la molesta, Lemos tampoco se distingue por su sentido de la ética: su carrera política comenzó con un nombramiento, gracias a su marido, para un puesto a tiempo completo que no requería ningún trabajo por su parte.
He aquí, pues, el clan que quiere tomar las riendas del país. Gracias al respaldo de unos medios de comunicación privados que no han dejado de condenar la corrupción, dos de los partidos políticos más corruptos de América Latina pretenden acceder al poder en el mayor país de la región, que cuenta con más de 200 millones de habitantes.
A unas semanas de un escrutinio imprevisible, Bolsonaro acapara la atención: actualmente favorito, también registra el mayor índice de rechazo, situación que hace plausible la posibilidad de coaliciones más o menos formales en su contra en la segunda vuelta. Pero el ataque con cuchillo del que fue víctima el 6 de septiembre durante una manifestación de apoyo, podría suscitar una oleada de simpatía; la hipótesis de su victoria ya no se excluye por completo.
Esta situación general demuestra lo que las elites estadounidenses, británicas y europeas, traumatizadas por la elección de Donald Trump y por la votación a favor del brexit en el Reino Unido, siguen negándose a admitir: el autoritarismo no nace de la nada. Los demagogos no pueden prosperar en medio de instituciones funcionales, justas y equitativas. Amenazar la democracia y las libertades políticas solo se hace posible cuando la población pierde la confianza que la unía a las instituciones.
Por eso, la apuesta de la elite brasileña –unirse en torno a una inmensa coalición de corruptos para proteger el “viejo mundo”– está condenada al fracaso y podría acelerar la llegada al poder de un personaje que encarne una verdadera amenaza para el país.