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La búsqueda obsesiva de un poder fuerte

por Jean Marcou, abril de 2017

La Constitución de 1982, elaborada tras el golpe de Estado militar de 1980, siempre ha sido criticada en Turquía, ya que el Ejército se otorgó el papel de verdadero regulador del sistema. No obstante, este cuestionamiento, ilustrado por sus numerosas revisiones o por los proyectos para una nueva Constitución, ha ido cambiando de naturaleza con el aumento del poder del partido islamoconservador de Recep Tayyip Erdogan, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP por sus siglas en turco).

A principios de los años 2000, en la perspectiva del inicio de las negociaciones de adhesión con la Unión Europea (UE), la Ley fundamental turca fue reformulada para responder a las leyes europeas en materia de respeto de las libertades fundamentales. También había que reducir la influencia que el Ejército ejercía sobre la vida política, sobre todo a través del Consejo de Seguridad Nacional, cuya composición y papel fueron remodelados durante la revisión de octubre de 2001. El AKP, que llegó al poder en 2002, continuó con este impulso, facilitando que la Justicia turca aplicara la Convención Europea de Derechos Humanos y consagrando la igualdad entre hombres y mujeres, así como la abolición de la pena de muerte, mediante otra revisión constitucional adoptada en 2004. Estas medidas progresistas llegaron acompañadas de reformas del derecho civil y penal, así como de una desmilitarización del proceso jurisdiccional (limitación de los poderes de la Justicia militar y sometimiento de los militares, si es necesario, al derecho común). Así pues, ese Gobierno, aunque proveniente del movimiento islamista, sorprendió al liberalizar el sistema político turco.

En 2007, como resultado de una crisis política que desembocó en unas elecciones legislativas anticipadas, el AKP llevó a cabo una primera reforma institucional que pudo realizar según su voluntad gracias a la mayoría cualificada de la que disponía en el Parlamento, donde poseía dos terceras partes de los escaños. Ya que el establishment kemalista (formado principalmente por el Ejército, los altos tribunales de Justicia, la jerarquía universitaria, etc.) había impedido que el Parlamento eligiera a Erdogan para la presidencia de la República, el AKP hizo adoptar por referéndum una revisión constitucional que reducía el mandato presidencial de siete a cinco años y que instauraba las elecciones presidenciales por sufragio universal. No obstante, esta reforma no podía aplicarse inmediatamente, puesto que el presidente que acababa de ser elegido, Abdullah Gül, debía finalizar su mandato de siete años. Así, de 2007 a 2014, Turquía siguió siendo un régimen parlamentario clásico, Gül se limitó a ejercer un papel de árbitro y Erdogan continuó gobernando el país en calidad de Primer Ministro.

En 2010, un nuevo referéndum constitucional reformaba el poder judicial, revisando entre otras cosas la composición del Tribunal Constitucional y del Consejo Supremo de Jueces y Fiscales. A continuación, en 2011, el AKP lograba una tercera victoria en las elecciones legislativas, mientras que se violaba, de forma cada vez más frecuente, la libertad de prensa y la independencia de la Justicia, sobre todo a través de procedimientos contra periodistas o de la suspensión de permisos. En este contexto, el AKP planeaba elaborar una nueva Constitución. Como anteriormente, se mencionaron los orígenes golpistas del texto fundamental, pero, rápidamente, el Gobierno comenzó a abogar por un régimen presidencialista. Más que la concreción de una antigua reivindicación del AKP, ese proyecto traducía la preocupación de Ergodan por asegurarse su propio futuro político. Después de tres legislaturas (el periodo máximo fijado inicialmente por el AKP, en sus estatutos, para sus diputados y sus ministros), semejante reforma le permitía no sólo mantenerse en el poder, sino también aumentar su influencia en el sistema.

Aunque el Parlamento enterró este proyecto constitucional, la elección de Erdogan por sufragio universal en 2014 cambió la situación e instauró un régimen semipresidencial de facto. El nuevo Jefe de Estado, lejos de contentarse como sus predecesores con “estar en el poder aunque sin capacidad para tomar realmente decisiones”, reavivó poderes que habían caído en desuso, como la presidencia del Consejo de Ministros, y supervisó la política de su primer ministro Ahmet Davutoglu. La “presidencialización” del régimen seguía siendo su objetivo. Esperaba que las elecciones legislativas de junio de 2015 le dieran la mayoría reforzada que le faltaba desde 2011 y le permitieran revisar la Constitución sin negociar con la oposición antes de someterla a un referéndum. El AKP quedó en primer lugar, pero no obtuvo ni la mayoría cualificada ni tampoco la mayoría absoluta que le permitía gobernar solo desde 2002. El partido en el poder, poniendo fin al proceso de paz, vio como una parte de su electorado kurdo lo abandonaba, mientras que al haber iniciado ese proceso de paz, había causado el descontento, por el contrario, de los sectores más nacionalistas de su electorado.

Como el proyecto de régimen presidencialista parecía haber influido negativamente en este resultado, Davutoglu lo silenció y, finalmente, ganó las elecciones anticipadas, en noviembre de 2015, pero aún sin obtener una mayoría reforzada. Pese a todo, Turquía no volvió a convertirse en un régimen parlamentario tradicional, ya que Erdogan se puso a dominar el sistema rápidamente. La supremacía presidencial iba acompañada de ajustes de cuentas internos, como el conflicto con el movimiento religioso Gülen, y de una profunda reestructuración del partido en el poder. Erdogan favoreció con habilidad la llegada de una nueva generación de altos cargos al AKP. En mayo de 2016, Davutoglu tuvo que ceder su lugar a Binali Yildirim, fiel al Presidente y nombrado, entre otros, para llevar a buen puerto una reforma presidencial que su predecesor nunca apoyó con franqueza.

El golpe de Estado fallido del 15 de julio de 2016 aumentó las tensiones relativas a la seguridad y contribuyó a legitimar el proyecto de una presidencia fuerte. En este ambiente, el partido en el poder consiguió convencer al Partido de Acción Nacionalista (MHP por sus siglas en turco) para que apoyara un proyecto de revisión constitucional a minima. En diciembre de 2016, el Parlamento adoptó una enmienda constitucional de dieciocho artículos que suprimía el puesto de Primer Ministro y reforzaba la posición del Presidente. Éste dispondría de importantes poderes en situaciones de crisis, nombraría a altos funcionarios, a ministros y al vicepresidente y podría disolver el Parlamento con facilidad. Este proyecto, que se someterá a referéndum el 16 de abril, inquieta tanto más a los partidos de la oposición, a la prensa no gubernamental y a las asociaciones de defensa de los derechos humanos cuanto que procede también a una nueva reforma del poder judicial (modificando también la composición del Tribunal Constitucional y del Consejo Supremo de Jueces y Fiscales).

Todo esto se desarrolla en un contexto de agitación. La situación de los medios de comunicación se ha deteriorado considerablemente durante los últimos años. A finales de 2016, las organizaciones de defensa de los derechos humanos calculaban que el número de periodistas encarcelados en Turquía se elevaba a más de ochenta, es decir, una tercera parte del total de miembros de la profesión actualmente en prisión en el mundo (1). Desde el golpe de Estado fallido de 2016, las administraciones han sufrido una depuración sin precedentes, en particular la educación, la justicia, la policía y la diplomacia. El Ejército, durante mucho tiempo un Estado dentro del Estado, se encuentra en la actualidad bajo la estrecha férula del régimen. Por lo tanto, se puede temer que los contrapoderes que siguen existiendo se muestren impotentes para reequilibrar el sistema.

Hoy en día, incluso el pluralismo político se ve amenazado. El MHP, que ya había colaborado con el AKP en el pasado –entre otras ocasiones, cuando este último levantó la prohibición de llevar velo en las universidades–, realmente ya no se encuentra en la oposición. Su hostilidad inicial a la “presidencialización” dejó paso a un apoyo determinante, ya que el Gobierno del AKP permitió que su presidente, Devlet Bahçeli, afrontara una revuelta intestina que amenazaba su autoridad. No obstante, la base de este partido de extrema derecha y una parte de su electorado critican esta nueva orientación.

En el otro extremo del tablero político, el Partido Democrático de los Pueblos (HDP por sus siglas en turco), progresista y a favor de la causa kurda, sufre una represión permanente. Una parte de sus dirigentes y de sus representantes electos se enfrenta a procedimientos judiciales o se encuentra en prisión. Por su parte, los kemalistas del Partido Republicano del Pueblo (CHP por sus siglas en turco) son demonizados y experimentan dificultades para hacerse escuchar fuera de su esfera de influencia.

Aunque los actores no estatales (sindicatos, organizaciones no gubernamentales, prensa) permanecen activos, se siguen viendo frenados por las medidas represivas adoptadas en el marco del estado de excepción. Los Colegios de Abogados, los profesionales del mundo universitario y las organizaciones de mujeres son valores seguros de la protesta –estas últimas han obligado recientemente al Gobierno a retirar un proyecto de ley que favorecía los matrimonios forzados–. Los medios de comunicación opositores siguen estando presentes, principalmente los provenientes del grupo Dogan, pero sus periodistas no escapan a la autocensura y sufren intimidaciones frecuentes. Por lo tanto, el régimen presidencialista que quiere Erdogan es, sobre todo, un régimen autoritario cuyos inicios ya empiezan a borrar los años de apertura del AKP en el poder.

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(1) Comité para la Protección de los Periodistas, 1 de diciembre de 2016. De 259 periodistas encarcelados en el mundo, 81 lo están en Turquía, https://cpj.org

Jean Marcou

Profesor en Sciences Po de Grenoble, coordinador del máster Mediterráneo-Oriente Próximo, investigador asociado en el Institut Français d’Études Anatoliennes (IFEA) de Estambul.

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