Fue un discurso importante, del que no hubieran renegado los padres fundadores de Estados Unidos de América. El 21 de enero de 2010, Hillary Clinton pronunció una alocución sobre la libertad de Internet. Criticando a los países que “han creado barreras electrónicas para impedir a sus poblaciones tener acceso a algunas partes de las redes mundiales y que han suprimido palabras, nombres y frases en los resultados de los motores de búsqueda”, la secretaria de Estado retomó el credo del presidente Barack Obama: “Cuanta más información circule libremente, más fuertes se hacen las sociedades”. En nombre de esta “fe” en la libertad de expresión y de “las redes de información que ayudan a la gente a descubrir nuevos hechos y a hacer que los gobiernos sean responsables de sus actos”, la Administración lanzó un programa de apoyo a “la elaboración de nuevos instrumentos que permitan a los ciudadanos ejercer su derecho a expresarse libremente, evitando la censura por motivaciones políticas”, con una advertencia sobre los gobiernos que “así como las dictaduras del pasado, (…) tienen como objetivo a los pensadores independientes que utilizan esos instrumentos”.
Magnífico discurso. Sin embargo, así como la persona sencilla que cuando le roban su teléfono en la calle pide el restablecimiento de la pena de muerte, Clinton se deja piratear… y el 30 de noviembre de 2010 anunció su intención de “tomar medidas” con el fin de demandar judicialmente a la organización de Julian Assange. ¿Cuál era su delito? Al revelar, entre otras cosas, que Clinton había pedido a sus diplomáticos en la ONU que espiaran a los funcionarios de esa institución y que obtuvieran, dentro de lo posible, sus datos biométricos, claves y números de tarjetas de crédito, WikiLeaks ponía en peligro a “la comunidad internacional”.
Pronto el furor hizo presa de los comentaristas de todas las tendencias políticas, que desde los canales de televisión reclamaron que “se mate al cabrón ilegalmente” (el periodista Bob Beckel, de Fox News); que se lo enjuicie por “terrorismo” (Peter King, del Comité de Seguridad Interior), e incluso que se lo considerara como un “combatiente enemigo” siguiendo el ejemplo de los prisioneros de Guantánamo (Newt Gingrich, en Fox News). Resabios de macartismo que tienen que ver, según un célebre militante pacifista, con una fiebre del linchamiento que EEUU sufre episódicamente.
Al fundar WikiLeaks, Assange pensaba en dar a conocer complots bien reales, acuerdos secretos entre poderosos, cuidadosamente ocultados al público. Y lo logró… En los días que siguieron a la publicación de los cables diplomáticos, China bloqueó el acceso a WikiLeaks. El Gobierno estadounidense recomendó a los estudiantes no hablar de ese sitio en sus blogs, y la fuerza aérea prohibió la consulta de los sitios del New York Times, del Spiegel y del Guardian, que difundían esos datos. Los tres principales operadores bancarios de Internet –que siguen permitiendo enviar donaciones al Ku Klux Klan– se negaron a servir de intermediarios para los pagos a WikiLeaks. Visa, Mastercard y Paypal revelaron así su naturaleza de “instrumentos de la política exterior estadounidense”, reaccionó el portavoz de Wikileaks. A su vez, sin razones legales, Postfinance, la filial bancaria del servicio de correos suizo, cerró la cuenta del hacker australiano.
Tableau Software –un sitio que permite visualizar datos- censuró un simple sumario de esas “filtraciones”, con el poco justificado motivo de que WikiLeaks no tenía “derechos sobre las informaciones”. Se vio a Amazon, un host (anfitrión) de sitios de Internet, protegido sin embargo por leyes de inmunidad ante contenidos de los cuales no es el autor, cerrar por su propia iniciativa la cuenta de Wikileaks. Como la organización había alquilado servidores en OVH, un host francés ubicado en Roubaix, el ministro francés responsable de la Economía Digital, Eric Besson –encargado algunos meses antes de defender la identidad nacional del país de Voltaire–, solicitó al Consejo General de la Industria, la Energía y las Tecnologías (CGIET) indicar “lo más rápidamente posible los medios para poner fin al hospedaje del sitio en Francia”.
EveryDNS –un operador de nombres de dominios, cuyo oficio es precisar dónde se encuentra en la red tal o cual dirección de sitios de Internet– borró pura y simplemente del listado de la Red el nombre de Wikileaks.org. Todas las debilidades de Internet (sus puntos de centralización, su dependencia de Estados Unidos) y todos los métodos de coerción sobre los que los “libertarios” de la red venían advirtiendo desde hacía años, estallaron.
La satanización del portavoz iba a incrementarse, en Suecia, con una acusación de agresión sexual, rechazada por Assange por considerarla “motivada políticamente”. Se puso en marcha un extraño cerco con el fin de obligar a declarar al australiano, que se había ido al sur de Inglaterra. Si el Reino Unido lo extradita a Suecia por ese asunto, ¿lo extraditará posteriormente Suecia hacia EEUU por la divulgación de documentos del Departamento de Estado? El folletín diplomático y jurídico se vuelve agitado, propulsando a Wikileaks a la cumbre de la lista de nombres de sitios más conocidos del mundo, y a su portavoz entre las personalidades del año de la revista Time, justo detrás de Mark Zuckerberg, el dueño de Facebook.
Se trata de convencer a la opinión pública de que WikiLeaks, organización reducida ahora a una sola figura, carismática y controvertida, no es digna de ninguna de las libertades que pretendía ejercer. Por eso la pregunta crucial: ¿al publicar cables diplomáticos transmitidos por un soldado estadounidense (probablemente, el pirata es el analista Bradley Manning, encarcelado en aislamiento desde mayo de 2010 en la base de Quantico, en Virginia, y que corre el riesgo, por ese cargo, de sufrir una pena de 52 años de prisión), WikiLeaks hacía una tarea de periodismo o de espionaje? “Para condenarlos por la ley de espionaje, un proceso deberá probar la mala fe por parte del acusado. Con WikiLeaks, es fácil”, pretende en The Wall Street Journal (el 9 de diciembre de 2010) Gabriel Schoenfeldt, autor de un libro sobre los secretos, la seguridad nacional y el periodismo. El muy particular cuidado que puso el representante del Departamento de Estado Philip J. Crowley al afirmar que WikiLeaks “no es una organización mediática”, apunta a preparar el terreno jurídico para “meterlo en cintura”. Si WikiLeaks no es más que un encubridor, un espía, incluso un terrorista, entonces su condena no sería por una violación de la Primera Enmienda, que consagra la libertad de expresión en la Constitución estadounidense. “Assange tiene, con toda evidencia, un objetivo político particular detrás de sus actividades, y pienso que eso lo descalifica para ser considerado como periodista”, agregó Crowley.
Esta extraña concepción del periodismo “apolítico” ya fue probada durante el proceso de los Pentagon Papers. En 1971, el analista militar Daniel Ellsberg desveló al New York Times y a otros diecisiete periódicos 7.000 páginas de un estudio secreto, que había fotocopiado y sacado del Pentágono, demostrando que “la Administración de Johnson había mentido sistemáticamente, no sólo al público sino también al Congreso”, a propósito de la guerra de Vietnam. Los intentos gubernamentales para censurar esa publicación llegaron hasta la Corte Suprema, que finalmente decidió a favor de la libertad de prensa. Desde entonces, la mentira siguió aumentando. Pruebas falsas le permitieron a EEUU invadir Irak. Según el Washington Post, la cantidad de documentos clasificados como “secretos” en EEUU explotó entre 1996 y 2009, pasando de 5,6 millones a… 54,6 millones.