En el Reino Unido, la tregua ha durado poco: como un fantasma, ¡el brexit ha vuelto! Durante algunas semanas, la perspectiva de una segunda ola de la pandemia de la covid-19 había estado compitiendo por el primer puesto en la jerarquía de temas con alto potencial mediático. Esto no significa que en el Reino Unido o en cualquier otra parte el coronavirus esté ahora bajo control: está proliferando más que nunca y, a menos que nos tomemos al pie de la letra las declaraciones que llegan desde Pekín, Moscú o Washington, nadie nos puede asegurar que en poco tiempo vaya a haber disponible un tratamiento o una vacuna verdaderamente eficaces.
Esta carencia de un calendario previsto es compartida en todos los países, y parasita el resto de problemas internos. En algunos casos, puede hacer que sean aún más difíciles de resolver. A este respecto, no es imposible que la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) desemboque en una situación de este tipo en un corto periodo de tiempo. Si, en efecto, no se puede fijar ninguna fecha para la erradicación de la pandemia, no se puede decir lo mismo con el brexit.
Tras los episodios que provocaron la caída de dos primeros ministros (David Cameron y Theresa May), Boris Johnson y el negociador de la Unión Europea, Michel Barnier, firmaron en 2019 un proyecto de tratado en el que se estipulaba una salida ordenada del Reino Unido el 31 de diciembre de 2020, y en el que se abordaba, en particular, la cuestión sumamente delicada de la frontera entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte.
Como si los acuerdos sobre las futuras relaciones entre Londres y los 27 no estuvieran lo bastante sembrados de obstáculos, Boris Johnson acaba de hacerlas totalmente explosivas al exonerarse de tener que cumplir su palabra dada en las relaciones internacionales. Ante una Cámara de los Comunes donde dispone de una cómoda mayoría, el pasado 14 de septiembre llevó a votación un proyecto de ley sobre el mercado interior británico, y que él mismo ha admitido que viola el tratado de divorcio de 2019. El premier británico no es un fanático del adagio “My word is my bond” (Mi palabra es mi garantía) y está tan seguro de sí mismo que debe haberse visto realmente sorprendido ante la ira popular que su iniciativa ha provocado. En cualquier caso, ha abierto un nuevo frente en su pulso con la UE sin darse cuenta de que, al hacerlo, estaba socavando su credibilidad personal y, por tanto, la de su Gobierno en todas las próximas negociaciones internacionales y, en el futuro más inmediato, en las relacionadas con el brexit. Estas negociaciones no se han interrumpido, pero se asemejan más a una partida de póquer mentiroso, en el que cada una de las partes confía en que la otra termine plantándose en el último momento.
Y este último momento es de sobra conocido: será el 15 de octubre, en el próximo Consejo Europeo. Incluso en el hipotético caso (algo muy improbable) de que se llegara a un acuerdo sobre el tratado de divorcio, no sería posible cumplir el plazo del 31 de diciembre para la salida por razones puramente técnicas.
Echando la vista atrás, el punto central de la posición británica puede resumirse de la siguiente manera: queremos un acceso sin restricciones al mercado interior europeo, pero sin estar obligados a cumplir las normativas –especialmente las sociales y medioambientales– establecidas por la UE. Y poco importa que estas normativas estén lejos de ser draconianas; Boris Johnson quiere deshacerse de ellas prometiendo, en caso de no llegar a un acuerdo, firmar tantos tratados de libre comercio como pueda, que más tarde exhibiría como trofeos. Para él, brexit o no, el éxito de la construcción europea se mide en función del número de tratados de esta naturaleza que se hayan alcanzado. Y en el seno de la Comisión Europea, esta concepción no sólo la tienen sus adversarios...