La reelección el pasado 2 de noviembre de George W. Bush para la presidencia de Estados Unidos constituye una grave afrenta moral infligida al espíritu de la democracia estadounidense, la más antigua del mundo y, en tanto tal, referencia primordial. Claro que esta vez técnicamente no hay nada que objetar. Nadie puede discutir el carácter legítimo del escrutinio. Los votantes ejercieron su derecho eligiendo en función de su parecer. No por eso la reelección se vuelve menos perturbadora, incluso chocante. Y confirma que la democracia –el menos imperfecto sin embargo de los regímenes políticos– no está protegida contra opciones que pueden llevar al poder a peligrosos demagogos.
En efecto, es preocupante que Bush, conocido por su fundamentalismo religioso, su mediocridad intelectual y su incultura, haya sido el candidato más votado de la historia electoral estadounidense. Tanto más cuanto que ha engañado a su pueblo y mentido al Congreso para conseguir la (...)