La ciudad de Faluya nunca ha dejado de sentirse vejada. Y con razón. En abril de 2003, después de la caída de Bagdad, un consejo espontáneo de dignatarios religiosos y tribales había asumido el interinato tras el derrumbe de las instituciones del régimen y había enviado a un emisario a negociar con la coalición la rendición de la ciudad. Al igual que en el resto del norte del país, las fuerzas locales supuestamente leales a Sadam Husein se habían evaporado. Los habitantes reprochaban amargamente al tirano las injusticias y purgas padecidas por todas las familias y esperaban, pragmáticos, para ver qué tenían para ofrecer los estadounidenses.
No debieron esperar mucho. Una incomprensible benevolencia hacia los saqueadores permitió confirmar desde un principio la idea, muy difundida, según la cual Estados Unidos iba a Irak en persona para depredar y destruir el país. Sobre todo, las tropas estadounidenses desplegadas en la región adoptaron (...)