El éxito político de Silvio Berlusconi no es de ninguna manera un rayo en el sereno cielo de la historia de Italia, ni un ovni caído en pleno centro de una democracia eficaz y de un mercado transparente. Por el contrario, representa la síntesis y la seguridad de su decadencia así como de su inmovilismo; y es, en parte, su causa.
Desde 1978, año del asesinato de Aldo Moro por las Brigadas Rojas, Italia ha padecido de falta de objetivos políticos y de impulso reformador; ha sufrido una decadencia del sentido cívico ligada a la extinción progresiva del fundamento de la legitimidad de la República: el antifascismo. Después, a partir de los años 1980, el papel regulador de la política y del derecho disminuyó en beneficio de un mayor peso de las exigencias de la economía. Pero de una economía cuyo carácter “liberal” es puramente ideológico, porque su sustancia es neocorporativista y clientelista.
Italia es un país fragmentado en grupos de intereses, desde los más poderosos hasta los más miserables, en guerra los unos contra los otros y que han olvidado la legalidad común, e incluso el espíritu cívico. Su sociedad es una jungla, salpicada de algunos claros un poco más hospitalarios –como algunas regiones del norte, o las “rojas” del centro–, donde no intervienen plenamente ni la lógica del mercado ni la lógica del Estado, sino las del privilegio, de la pertenencia, del resentimiento o del miedo.
No es casualidad que sea la inseguridad la que caracteriza este “estado natural”, típico de una sociedad que percibe cada vez menos la necesidad de normas para vivir juntos. Los italianos sienten intuitivamente que la crisis de la legalidad los penaliza a todos, pero la mayoría prefiere jugar a “colarse”, tratando de deslizarse entre las mallas de la ley, sin esforzarse nunca por volver a una acción colectiva respetuosa de las reglas.
El auge de la corrupción, incluso dentro de la Administración, se desprende de esta lógica de lo “particular” o de lo “familiar amoral”, que ahora constituye la norma (1). El espacio público de la legalidad, de la transparencia y de la universalidad se reduce. Y le sucede un conglomerado de intereses privados y de particularismos con influencias y fuerzas diversas, en lucha por un equilibrio precario. La sociedad se estructura siempre en función de las fidelidades personales y de las clientelas: en vez de la ley, y de los derechos y deberes, prefiere las astucias y el favoritismo. A la crisis económica, social y política se agrega así una crisis moral, verdadero derroche de ese capital social que representa la confianza.
La disgregación de la izquierda ha tenido un gran papel en la aventura berlusconiana. Minada de incertidumbres y de contradicciones cuando se encontraba en el poder, la izquierda se ha aliado ahora con una parte minoritaria de los católicos y ha formado con ellos un polo político de intelectuales (cada vez menos numerosos), de trabajadores del sector público y de jubilados. Sólo sigue siendo hegemónica (no sin dificultades) en algunas regiones de Italia central, como la Emilia Romagna y la Toscana, mientras que en las demás domina el sistema clientelista de la derecha.
Porque Berlusconi ha logrado encarnar la “rebelión de las masas” provocada por el fin del sistema de partidos de la Primera República, que precipitaron las acciones judiciales de Mani Pulite (2), al diezmar a una parte de la clase política. Aprovechó en su favor la rebelión contra la política, contra la cultura y contra las elites que marcó los años 1990, y que sigue vigente.
Complicidad de la jerarquía religiosa
Su fuerza se apoya en un populismo plebiscitario que se alimenta de poder mediático, de un auténtico carisma personal y de un pacto con los italianos basado en inclinaciones, intereses, miedos y pasiones. Berlusconi ofrece a sus electores una retórica y una cultura política cínicas y anti-institucionales. Los valores que defiende con sus palabras –pero que nunca pone en práctica…–, están vinculados a creencias tradicionales anti-intelectuales y pequeño-burguesas. No acepta ningún límite a su propio poder, como lo prueban sus polémicas contra el Parlamento, en el cual sin embargo dispone de una mayoría; y contra la Magistratura, de la que ha querido protegerse con una ley que le asegura inmunidad judicial personal, sin olvidar su interpretación autoritaria del papel de Presidente del Consejo.
Para Berlusconi, el Presidente del Consejo representa la expresión directa del favor popular, una investidura que le aporta al feliz elegido la unción del Señor (como él mismo lo afirmó hace algunos años) y lo coloca ampliamente por encima de las leyes y las instituciones. Bajo esta óptica, la delegación no es el resultado de un procedimiento racional, sino de una representación simbólica, personal y plebiscitaria, gracias a la cual el pueblo reconoce su propia identidad en el cuerpo místico del jefe. El pueblo lo ama porque el jefe lo comprende y le brinda un sentimiento de seguridad, por lo menos cuando odia (a eso lo empujan) a los “comunistas”, un término con el cual la retórica de derechas designa a los espíritus críticos y, más generalmente, a cualquiera que no esté alineado con el sistema de valores de la mayoría. Para Berlusconi, la esfera pública no es de ninguna manera un espacio crítico, sino más bien el espacio de la publicidad –en el sentido comercial de la palabra–, de la propaganda y del consenso entusiasta.
Esta política autoritaria y carismática es naturalmente ajena al antifascismo; por otra parte, ninguno de los grandes partidos históricos del Consejo Nacional de Liberación participó en el primer gobierno de Berlusconi, en 1994. Se trata de una política que no tiene nada en común con la democracia liberal, como lo confirman los reiterados ataques contra la libertad de la prensa y la televisión, el abandono de toda noción laica en política (privilegios económicos de la Iglesia y respeto ostensible a las directivas de la jerarquía religiosa en materia de bioética y de biopolítica), la ausencia de todo escrúpulo en la excitación de la xenofobia y de los miedos sociales (3).
Se trata también del paso del poder de los partidos al poder de las personas, o de una persona, y del “arco constitucional” (4) a una política de división vertical del país en dos bloques opuestos hasta en sus antropologías. La repetición constante de la lógica amigo/enemigo permite forjar una unidad simbólica en un país donde deliberadamente se mantienen la fragmentación y las desigualdades económicas y sociales (5).
Más que el “hombre que hace” –como a él le gusta definirse, por oposición a los políticos de profesión, que se contentarían con hablar– Berlusconi es el “hombre que deja hacer”. Pero no en el sentido del protoliberalismo de François Guizot; su laisser faire consiste en dejar que cada grupo de poder o de interés conserve sus privilegios y busque incrementarlos en detrimento de los grupos más débiles –incluido el fisco (la lucha contra la evasión de capitales ha perdido eficacia)– y, más generalmente, de la dimensión colectiva de la cohabitación nacional.
El primero en beneficiarse con esto es, evidentemente, él mismo, cuyo conflicto de intereses no resuelto pertenece ya al paisaje político e incluso ha dejado de atraer la atención. Por el contrario: la posición anormal del jefe lo lleva a garantizar la impunidad de todos los ciudadanos por sus faltas a la norma común, sean pequeñas o grandes. La ley universal de la República se ha convertido en la anomalía, de la cual Berlusconi constituye el icono: saturar la vida pública con lógicas y prácticas privadas representa la fuerza de su posición y la razón del consenso de que goza. El trabajo asalariado, principalmente público, es sin embargo una excepción, “en el objetivo” de los controles del ministro Renato Brunetta, que excita el resentimiento de la mayoría de los italianos contra la Administración, sin por eso mejorar las prestaciones (6).
El electorado de Berlusconi no se reduce a los ricos y a los poderosos. Las clases medias, los empleados y una parte de los obreros también lo votan, decepcionados por la política de seguridad colectiva de la izquierda, el Estado de Bienestar y el principio mismo de igualdad. Prefieren creer en las esperanzas, en las ilusiones (y en los rencores) que la derecha alimenta. Cuentan con Berlusconi para ayudarlos a arreglárselas, tal vez con el apoyo, tradicional, de la Administración.
A la inversa, entre los discursos y los actos de Berlusconi se genera un foso más profundo que el que existe en los profesionales sin escrúpulos de la política. ¿Dónde fue a parar la promesa electoral de 2001, de “menos impuestos para todo el mundo”? La derecha ha renegado de ella, porque su política real va en contra de los intereses de las categorías más modestas. Y si se piensa en las medidas contra los trusts y en favor de la libre competencia del mercado tomadas por el gobierno de Romano Prodi, que introducían, con prudencia, un tipo de “class action” (posibilidad para los consumidores de volverse colectivamente en contra de una práctica dudosa de una empresa privada): la derecha las ha vaciado de sustancia multiplicando las reformas, todas destinadas a favorecer a las grandes empresas (7).
En resumen, como de costumbre, la carrera por el interés a corto plazo recompensa a los más fuertes: muchos italianos se creen hábiles, pero en realidad resultan engañados, cuando no se equivocan ellos mismos. Aunque Berlusconi aparece como un mago que, simultáneamente, decepciona y encanta, nunca logrará modernizar nada autoritariamente, incluso de manera indirecta. De la vieja democracia cristiana ha heredado el electorado, pero no la política, ya que ésta consistía en obtener votos de la derecha para reciclarlos en el centro-izquierda, al servicio de un desarrollo democrático. Él toma sus votos del “vientre” del país y los utiliza para afirmar su propio poder y dejar a Italia igual.
Tal vez la mayoría de los italianos se despertará un día del encanto berlusconiano y romperá el pacto que ha firmado con él; eso será el día en que se den cuenta de que la política del “no hacer nada” resulta ruinosa. Que el rechazo a ver la crisis, como hace la derecha, no basta para superarla. En junio pasado, “il Cavaliere” atravesó la crisis más grave de su carrera, una crisis que hubiera destruido a cualquier otro político occidental: el escándalo de las fiestas en sus residencias privadas de Roma y de la Costa de Esmeralda, la participación de prostitutas de lujo, el transporte de éstas en vuelos fletados por el Estado… Y, sin embargo, los italianos siguen manifestándole mayoritariamente su confianza, aunque algo reducida, en las encuestas y elecciones (8), como si la verdadera esencia de su política, su función pública, quedara intacta.
Así volvemos a nuestra pregunta inicial: ¿se ha adaptado Berlusconi a los italianos hasta el punto de que, cuando deje la escena, el país ya no podrá volver a una política que no practica desde hace años?