Los electores no hablan, gritan; no se expresan, escupen. Y, por supuesto, no serían capaces de pensar. La noche del referendo del 29 de mayo de 2005, el abatimiento se adueñó de los editorialistas: “tsunami”, “catástrofe”, “callejón sin salida”, “fiasco”, “grave crisis”. La victoria del “no” exigía una explicación sólida: la incapacidad de los electores. ¿Sus votos? “Fueron gritos de dolor, miedo, angustia y furia los que el electorado de izquierdas lanzó en las urnas” (Serge July, Libération, 30 de mayo de 2005); fue un “exutorio dañino en el que cambiarán las reglas del juego refrendario para escupir su bilis en la cara del poder” (Claude Imbert, Le Point, 31 de marzo de 2005). En su desconcierto, los comentaristas revivieron espontáneamente la concepción de la psicología de las masas del siglo XIX, la de Gabriel Tarde, Scipio Sighele y Gustave Le Bon: el pueblo se caracteriza por “la impulsividad, la (...)
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Aires de contrarrevolución en Francia
por Alain Garrigou,
enero de 2006
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