Guerra de Kosovo (1999).
En las fronteras [del país], desembarcaron los periodistas. Descubrieron inmensas tragedias humanas; inevitablemente se escandalizaron. Clamaron la urgencia de una “injerencia humanitaria”, asociaron sus periódicos a colectas, mostraron líneas telefónicas de ayuda, se sintieron apoyados moralmente por los sondeos, imagen instantánea de una opinión instantáneamente confeccionada por imágenes.
Armados de nuestra generosidad y de nuestras donaciones, sacaron provecho, consideraron que solo la guerra terrestre liberaría a estas muchedumbres errantes, “esta mujer, este hombre, este niño de piel blanca”, “la niña de cinco o seis años que aplastaba su cara en lloros contra la ventana trasera de un autocar”. En realidad, no era ni el color de la piel ni las lágrimas de la infancia lo que importaba. Los deportados erraban ante nuestras cámaras. Y nosotros, que somos tan buenos. […] La buena propaganda de guerra ya no es la vieja censura, sino saber atraer (...)