Dos días después, los mercenarios salieron de Cartago. Les habían dado una moneda de oro a cada uno, a condición de que fuesen a campar a Sicca y les habían dicho con toda clase de zalamerías:
–¡Vosotros sois los salvadores de Cartago! Pero le haríais padecer hambre permaneciendo aquí; se haría insolvente. ¡Alejaos! Más adelante, la república os agradecerá esta condescendencia. Vamos a recaudar impuestos; se completará vuestra paga, y se equiparán galeras que os llevarán a vuestras patrias.
Ellos no sabían qué responder a tantos discursos. Aquellos hombres, acostumbrados a la guerra, se aburrían ociosos en una ciudad; no fue difícil convencerlos, y el pueblo subió a las murallas para verlos marchar.
Desfilaron por la calle de Khamón y la puerta de Cirta, revueltos arqueros con hoplitas, capitanes con soldados, lusitanos con griegos. Caminaban con paso resuelto, haciendo sonar sobre las losas sus pesados coturnos. Sus armaduras estaban abolladas por las catapultas (...)