Plaza Tahrir, una noche del pasado diciembre. En el atrio totalmente liso del edificio Mogamma, una inmensa edificación administrativa de los años 1950 construida por la antigua Unión Soviética en un impresionante estilo soviético, un grupo de jóvenes practica con el monopatín lanzándose desafíos bajo la mirada de dos policías de aspecto bonachón. Parejas de todas las edades, sentadas en muros bajos de piedra dispuestos aquí y allí, disfrutan del espectáculo. Todos parecen indiferentes ante el ensordecedor ruido de los coches y la contaminación, esas dos plagas de El Cairo que ninguna revolución ha buscado vencer nunca. Además, parece lejano aquel momento en el que cientos de miles de egipcios, apiñados codo con codo en esta inmensa plaza, derrocaban un régimen exánime al grito de “¡Mubarak, lárgate!”, o también “‘Ais, Hurriya, ‘Adala Iytima’iyya!” (“¡Pan, libertad, justicia social!”).
Dos años y medio después de esta “revolución de enero”, como la llaman los (...)