En tiempos electorales, resulta cómodo atribuir los males de la nación a algún chivo expiatorio. Durante la campaña presidencial francesa de 2012, se sumó un invitado sorpresa a la lista de objetivos de los aspirantes al cargo supremo, junto a los inmigrantes y los países emergentes de bajos salarios. Unos tras otros, tanto los candidatos de izquierda como de derecha señalaron con el dedo al apacible Reino de Bélgica, acusado de albergar a un creciente número de ricos exiliados franceses, atraídos por el ventajoso régimen fiscal de un país llano, que no es el suyo.
A primera vista, esta acusación parece ser un homenaje más propio del surrealismo belga que una demostración fáctica. Al igual que su vecino hexagonal, Bélgica dispone de uno de los Estados de bienestar más avanzados del mundo y asegura su financiamiento a través de sus ingresos fiscales, que en 2009 ascendían al 45,9% del Producto Interior (...)