Cuando el próximo 20 de enero, el nuevo Presidente de Estados Unidos Barack H. Obama tome posesión de su cargo en el Capitolio de Washington, quizá recuerde que ese edificio fue construido por esclavos negros. Y cuando, horas más tarde, se aloje con su familia en la Casa Blanca, probablemente rememore que esa residencia también fue edificada por esclavos.
Él no desciende de esclavos. Ni forma parte de lo que algunos llaman los “negros furiosos” que asustan a los blancos. Si una sola vez, durante la campaña electoral, el candidato demócrata hubiese alzado la voz para denunciar el racismo hacia la minoría de color, al instante hubiese sido acusado de resentido o de rencoroso. Y perdido la elección.
Por eso, su táctica consistió en repetir que la identidad racial no era su bandera, que ser negro no significaba ser el representante de los negros. Ello no le impedirá pensar, en el momento (...)