En muchos países, especialmente africanos, con ingresos bajos o intermedios, los medicamentos cuestan entre veinte y treinta veces el precio internacional de referencia para genéricos. Este es el caso para productos básicos como el paracetamol (1). Esto se debería a la falta de coherencia y eficiencia de los sistemas de salud, pero también a la desorganización de la demanda, a las dificultades logísticas y a una cadena de suministro concentrada que descuida las zonas rurales.
Asociaciones como Médicos Sin Fronteras (MSF) también cuestionan la política de precios practicada por los laboratorios. Por ejemplo, MSF exige que la bedaquilina, fabricada por la multinacional Johnson & Johnson, esté disponible por un dólar al día (180 dólares para un tratamiento de seis meses). En los países de ingresos bajos e intermedios, este medicamento contra la tuberculosis, que se vende a 400 dólares para seis meses, está “fuera del alcance del 80% de las personas que lo necesitan para mantenerse con vida” (2). En julio, Johnson & Johnson abrió un poco la mano al aceptar comercializarlo por 1,50 dólares al día. Según MSF, el precio debería reflejar la parte de las subvenciones que recibe la empresa en concepto de investigación y desarrollo, así como el papel de la comunidad científica y de las organizaciones que participan en la lucha contra la tuberculosis resistente.
La distribución de medicamentos en el sector privado (80% del suministro para los países de ingresos intermedios) se hace de manera diferente según se trate de países francófonos o anglófonos. En el primer caso, el precio de venta está administrado. Al igual que en Francia, la circulación de los productos corre a cargo de los distribuidores mayoristas. Estos se abastecen en los laboratorios y deben ofrecer a las farmacias toda la farmacopea autorizada, que tienen que entregar con mucha regularidad. En el segundo caso, los laboratorios eligen a un agente, el único autorizado para importar los medicamentos que luego se revenden a una multitud de empresas, que a su vez los comercializan a los minoristas. No se trata necesariamente de farmacias. “En el África francófona, al igual que en Francia, se puede encontrar la misma caja de un medicamento recetada al mismo precio en todo un territorio. En el África anglófona, los precios son libres”, explica Jean-Marc Leccia, presidente de Eurapharma, la distribuidora francesa –ahora filial de la japonesa Toyota–, que controla el 40% de la red de distribución en África Occidental.
La liberalización de los precios tiene menos repercusiones allí donde la mitad de todos los gastos de salud del sector público proviene de donaciones. Este es el caso de los veinticuatro países de bajos ingresos del África subsahariana. El Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria (que dedica como mínimo mil millones de dólares al año a la compra de productos sanitarios) interviene como una poderosa central de compras, capaz de negociar simultáneamente con los ocho proveedores que se reparten el mercado. Hasta entre industriales y grandes organizaciones humanitarias, sin embargo, son difíciles las negociaciones: los laboratorios insisten en sus márgenes, y por lo tanto en sus volúmenes. Los tratamientos menos utilizados, como el VIH pediátrico (debido al retroceso de la enfermedad en las madres, y por lo tanto en los niños) o la combinación (necesaria únicamente en el valle del Mekong) del artesunato, un fármaco antipalúdico, con mefloquina, solo les interesan si se aumentan los precios.
Incluso cuando existe demanda, esta no necesariamente determina las tarifas que se practican. “La lógica de fijación del precio por parte del fabricante nada tiene que ver con el número de personas que necesitarían el producto –lamenta Gaëlle Krikorian, responsable del Programa para Acceso a los Medicamentos de MSF–. Se trata de una especie de perecuación entre la parte de la población con ingresos suficientes entre la población total y el tipo de precio que es posible practicar”. Por ejemplo, mediante un ingenioso juego de licencias, el gigante farmacéutico estadounidense Gilead ha decidido comercializar su tratamiento contra la hepatitis C por varios miles de euros en países de ingresos intermedios como Marruecos, donde solo está al alcance de una fracción de los cientos de miles de enfermos. Los laboratorios, incluidos los fabricantes de genéricos, no muestran interés por los tratamientos antiguos, fáciles de producir y menos rentables: este es el caso de la penicilina, pero también de los tratamientos contra el dolor, inexistentes en muchos de los países africanos más pobres. Así es como la morfina, ciertamente bajo control internacional, pero muy barata de producir en forma oral, es prácticamente imposible de conseguir en gran parte del continente, a diferencia de la forma inyectable importada, que es más cara y está disponible en el mercado privado.
En mayo de 2019, la Asamblea Mundial de la Salud adoptó una resolución a favor de la transparencia sobre los precios que pagan los Gobiernos y los compradores de productos sanitarios, así como sobre los ensayos clínicos (3). “Una coalición muy interesante de países del Norte y del Sur, juntos, para decir: ‘Necesitamos transparencia; queremos saber cuánto estamos pagando, quién está pagando qué y cuánto cuesta’”, comenta Gaëlle Krikorian. Con el apoyo de asociaciones, Sudáfrica y Uganda hicieron campaña a favor de la resolución, frente a la oposición de Alemania (que se distinguió proponiendo veinticinco enmiendas) y el Reino Unido.