A priori, la distancia que separa a Haití y Afganistán no podría ser mayor –y no solo por los océanos que hay entre ambos países–, pero el incesante azote de las intervenciones extranjeras prácticamente ha convertido en gemelas a estas dos naciones. El 7 de julio de 2021, a primera hora de la mañana, el presidente de la República de Haití, Jovenel Moïse, fue asesinado por un comando integrado, probablemente, por antiguos oficiales del Ejército colombiano. Tras varios meses, la investigación sigue sin llegar a ningún sitio. A pesar de que hay más de cuarenta personas encarceladas, apenas se ha avanzado en la identificación de los cerebros de la operación. La última vez que un jefe de Estado haitiano fue asesinado, en 1915, los marines estadounidenses invadieron el país en cuestión de días y permanecieron allí 19 años. En esta ocasión, muchos se inclinaban por repetir la historia. El primer ministro en funciones, que tras la muerte de Moïse asumió entre polémicas el rol ejecutivo, pidió refuerzos al Ejército estadounidense. El consejo editorial del Washington Post aportó su granito de arena argumentando que la ONU, “con el fin de evitar una situación de caos que podría tener consecuencias terribles”, debería desplegar en Haití una nueva fuerza de mantenimiento de la paz (7 de julio de 2021).
Apenas un mes después, el 14 de agosto, un terremoto de magnitud 7,2 devastó la península de Tiburón, al sudoeste de la isla. Al día siguiente, la capital afgana caía en manos de los talibanes. Si bien la extensión de la presencia militar estadounidense ha llevado a ciertos observadores a establecer un paralelismo entre ambos países –Afganistán acababa de arrebatarle a Haití el título de ocupación más longeva de la historia de Estados Unidos–, las similitudes a menudo son más profundas de lo que podría pensarse a primera vista.
- Tessa Mars. — "Nou la ansanm" (Estamos juntas), 2019
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 ofrecieron al presidente estadounidense George W. Bush y a su camarilla de neoconservadores la ocasión que ansiaban. Lanzadas bajo la bandera de la lucha contra el terrorismo, las incursiones del Ejército estadounidense en Irak y Afganistán fueron ejemplos clásicos de lo que se conoce como nation building, la construcción de una nación desde el extranjero. Pero el apetito de la Administración de Bush no quedó saciado. El 29 de febrero de 2004, un golpe de Estado apoyado por Washington, París y Ottawa forzó la dimisión del presidente de Haití, Jean-Bertrand Aristide, elegido por una mayoría aplastante cuatro años antes (y con una participación de más del 70%). Si bien Francia había cesado toda cooperación militar con Estados Unidos en protesta contra la invasión de Irak, en el caso de Haití sí colaboró con Washington. Una vez Aristide fue derrocado y exiliado forzosamente en la República Centroafricana, las fuerzas francesas desembarcaron junto a los marines estadounidenses antes de dejar sitio a los varios miles de cascos azules desplegados en el marco de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (MINUSTAH), una nueva iniciativa de nation building.
Oficialmente, la operación buscaba reformar las instituciones, construir un sistema judicial funcional, formar una fuerza policial, supervisar las elecciones y garantizar la estabilidad política del país. La realidad es que se trató de una misión militar con todas las letras. Durante años, a fin de erradicar la resistencia al golpe de Estado de 2004, las unidades de la MINUSTAH multiplicaron las redadas en sectores de la capital conocidos por su apoyo al presidente Aristide. Durante un asalto contra el barrio de Cité Soleil en febrero de 2007, los soldados de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) efectuaron más de 20.000 disparos con munición real que acabaron con la vida de numerosos civiles. No fue un episodio aislado.
Algunas voces opinan que la doble crisis sufrida por el país durante el verano de 2021 justificaría la consideración de Haití como un “Estado fallido”, misma calificación que se usa para Afganistán. Pero, ante todo se trata de un “Estado asistido”: moldeado por intervenciones extranjeras que, a través de la “ayuda”, perpetúan una suerte de ocupación. Como ya sucediera en Afganistán en 2001 –cuando Estados Unidos gastó 2000 millones de dólares para alejar del poder a aquellos dirigentes afganos que fueran impopulares–, todas las elecciones haitianas posteriores a 2004 han estado bajo el control de potencias extranjeras, comenzando por Washington, las Naciones Unidas y la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Un día después del violento seísmo que tuvo lugar el 12 de enero de 2010, por ejemplo, el Gobierno haitiano decidió aplazar las elecciones generales, inicialmente previstas para febrero y marzo. Pero los países donantes no tardaron en hacer presión para que se celebraran en noviembre, momento en el que más de un millón de personas seguían sin hogar. La primera vuelta se desarrolló en condiciones catastróficas. En lugar de abogar por un aplazamiento a la espera de que la situación mejorara o de promover un recuento, una misión de la OEA conducida por expertos estadounidenses, franceses y canadienses recomendó modificar los resultados oficiales, sin justificación, para asegurar la calificación para la segunda vuelta del cantante Michel Martelly, de derechas. La Administración de Barack Obama amenazó con suspender la ayuda humanitaria que el país tanto necesitaba, lo que obligó a las autoridades haitianas a ceder y aceptar la “recomendación”.
Inaugurado en febrero de 2017, el mandato del presidente Moïse se mostraba no obstante frágil. Aunque ganó las elecciones del otoño de 2016 (organizadas tras la anulación del resultado de las elecciones presidenciales de 2015, supuestamente manipuladas por un fraude masivo), la participación no alcanzó el 20%: el nuevo jefe de Estado obtuvo apenas 590.000 votos de un electorado formado por alrededor de 6 millones de votantes (el país cuenta con 11 millones de habitantes). Las manifestaciones y el clamor por su dimisión, acompañadas por acusaciones de corrupción en la cúpula del Estado, siguieron al anuncio de los resultados. Como era de esperar, el nuevo hombre fuerte del país se encontró con una firme resistencia.
A diferencia del régimen afgano apoyado por Washington, el presidente haitiano sobrevivió sin dificultades a la partida de las tropas extranjeras al final del mandato de la MINUSTAH, en octubre de 2017. En Haití no existe un movimiento de oposición armada de la envergadura de los talibanes. Cuando llegó el momento de finalización de su mandato, el pasado 7 de febrero (fecha fijada por la Constitución para la investidura de los presidentes electos), Moïse pudo contar con el apoyo del trío Estados Unidos-Naciones Unidas-OEA para mantenerse en el poder. El episodio reforzó la convicción, ya entonces bastante extendida entre la población, de que son los donantes y no los haitianos quienes escogen a los dirigentes del país.
No en vano, a raíz del seísmo de 2010, las promesas de donaciones llegan desde todo el mundo, hasta sobrepasar los 10.000 millones de dólares (el equivalente al producto interior bruto de Haití en aquel entonces). El número de cascos azules desplegados en el país pasa de los casi 7000 de 2004 a 12.000. Los dirigentes estadounidenses, persuadidos de que un Estado moderno no puede construirse solo mediante la fuerza militar, movilizan la ayuda humanitaria para tratar de “reconstruir” Haití… sin los haitianos. Para las organizaciones no gubernamentales (ONG), los profesionales del desarrollo y las agencias internacionales que acuden en masa tras la catástrofe, solo los “expertos” formados en Occidente gozan de los conocimientos y los recursos necesarios para “reconstruir como es debido” un país que consideran inestable y atrasado…
Así, en el transcurso de los diez años que han seguido al seísmo, menos del 3% de la ayuda extranjera estadounidense se ha destinado a organizaciones haitianas; más de la mitad ha ido a parar a un puñado de empresas que gravitan dentro de la órbita del Estado Federal, entre Washington, Maryland y Virginia. El resultado: miles de occidentales viven ahora de unas “ayudas” que el país supuestamente beneficiario apenas ha olido. Que los proyectos lleguen o no a buen puerto importa poco: el dinero sigue fluyendo.
Al apartar a las organizaciones locales, la ayuda internacional acaba por debilitar el Estado que supuestamente debería contribuir a “construir”. En Haití, en torno al 80% de los servicios públicos básicos, como la sanidad o la enseñanza, son prestados por ONG, asociaciones religiosas o empresas privadas. En lo que respecta a las industrias nacionales, estas sufren de la dependencia del sector humanitario a las importaciones. En el sector agrícola, los receptores de fondos estadounidenses no tienen derecho a adquirir productos locales. Es decir, el dinero que el Congreso estadounidense destina a la ayuda humanitaria sirve para subvencionar a los productores estadounidenses. Tras veinte años de nation building, la mitad de los haitianos sigue viviendo en situación de inseguridad alimentaria, la misma cifra que antes del inicio del proceso. ¿Cómo sorprenderse, pues, de que sean tantos los que intentan huir del país en busca de una vida mejor?
Cuando en septiembre de 2021 más de 10.000 haitianos llegaron a la frontera sur de Estados Unidos con la esperanza de solicitar asilo, sin duda lo hacían convencidos de que gozarían del mismo estatus de refugiados que fue otorgado a 37.000 afganos por el presidente Joseph Biden tras la debacle que siguió a la retirada de las tropas estadounidenses de Kabul. Craso error. Las imágenes mostraron a agentes de la Patrulla Fronteriza de los EE.UU. cargando a caballo contra las familias que acababan de cruzar el río Bravo, algunos incluso usando las riendas a guisa de látigos, como en tiempos de la esclavitud. En el espacio de una semana, la Administración de Biden ejecutó una de las mayores operaciones de expulsión de demandantes de asilo de las últimas décadas: más de 4000 haitianos fueron devueltos a su país.
Daniel Foote, enviado especial de Estados Unidos en Haití, respondió renunciando a su cargo apenas dos meses después de su nominación. “Me niego a que se me asocie a la inhumana y contraproducente decisión del Gobierno estadounidense de expulsar a miles de refugiados haitianos”, escribió en su carta de dimisión (1). No resulta baladí el dato de que Foote, al igual que un buen número de diplomáticos destinados en algún momento en Puerto Príncipe, trabajó en su día en la embajada estadounidense en Kabul, donde se encargó de supervisar la distribución de la ayuda civil extranjera. La analogía entre ambos países, aunque a menudo invisible para la opinión pública, rara vez escapa a ojos de los oficiales extranjeros.
Foote no protestaba solo contra las expulsiones. Contrariado porque sus recomendaciones habían sido ignoradas o desvirtuadas, establecía un vínculo directo entre los miles de demandantes de asilo haitianos y la política de Washington en la isla: “Creo que Haití no conocerá jamás la estabilidad mientras sus ciudadanos sean considerados indignos de escoger a sus dirigentes con toda equidad y honestidad”. También llamaba a dejar de considerar al país como una “marioneta en manos de actores internacionales”. “Uno no puede sino horrorizarse ante esta ilusión de omnipotencia que nos hace creer que debemos ser nosotros, una vez más, quienes debemos designar al vencedor”, concluía.
El enviado estadounidense estaba haciendo alusión a la última injerencia extranjera en los asuntos políticos haitianos. Justo después del asesinato del presidente Moïse, Joseph se declaró su sucesor en tanto que primer ministro. Y eso pese a haber dimitido tan solo dos días antes, cuando el presidente anunció su decisión de reemplazarlo por el doctor Ariel Henry, que aún no había tomado posesión oficial del cargo. Puesto que la legitimidad de Moïse también estaba en entredicho, ambos aspirantes resultaban controvertidos. Sin embargo, tanto Washington como las Naciones Unidas han optado en esta ocasión por los haitianos concediendo su apoyo a Henry.
Hace más de doscientos años, un pueblo de esclavos logró expulsar al colonizador francés y fundar la nación haitiana. Desde entonces, una alianza entre potencias extranjeras y una reducida élite local ha tratado una y otra vez de imponer su control sobre el país, una aspiración cuya manifestación más reciente se ha visto en los últimos veinte años y en el “Estado asistido” al que han dado lugar. Pero estos empeños han tropezado siempre con una resistencia frontal. En 1915, cuando los soldados estadounidenses llegaron para ocupar el país, hubieron de hacer frente a una milicia campesina, los Cacos. Tras el golpe de Estado de 2004 y el posterior despliegue de cascos azules, grupos civiles armados libraron una guerra de guerrillas urbana en la capital para combatir al invasor. A sus ojos, Estados Unidos, la ONU y la Unión Europea habían perdido toda la credibilidad. Hoy, incluso quienes apoyaron la intervención estadounidense de 2004 denuncian las injerencias y reclaman una solución escogida por los haitianos. Mientras que las naciones donantes corrían a dar su apoyo a Henry, centenares de organizaciones representantes de la sociedad civil del país –desde agrupaciones de campesinos a asociaciones vecinales, pasando por el sector privado– se unían en torno a un programa común para hacer frente al poder de los actores internacionales y rechazar la perpetuación del Estado asistido. La batalla por Haití no ha terminado.