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Otra Europa es posible

Hacia una convergencia de los ámbitos de intervención política dentro de la UE

por Bernard Cassen, agosto de 2019

Uno de los lamentos que más frecuentemente expresan los eurodiputados, sea cual sea su afiliación política, es la falta de interés de los medios de comunicación –y especialmente de los medios audiovisuales– por los debates del Parlamento Europeo. Esta falta de presencia explica en parte por qué los ciudadanos saben tan poco acerca de las instituciones y competencias de la Unión Europea (UE). Al no sentir estos elementos como propios, es lógico que, en cada país los electores voten principalmente según cuestiones de política nacional o se abstengan. Y eso es lo que ha venido ocurriendo. En 2019, la tasa de abstención para el conjunto de la UE (56,89%) se situó casi al mismo nivel que en las elecciones anteriores: 57% en 2009 y 57,46% en 2014.

Sin embargo, esta estabilidad de los números no debería esconder un nuevo fenómeno: el de una mayor cohesión, que la mayoría de gobiernos asumen abiertamente, entre su propio proyecto político y las relaciones de poder en el Parlamento Europeo. Dada la ampliación de los poderes otorgados con cada nuevo Tratado europeo a esta Cámara –aunque todavía no tenga derecho de iniciativa legislativa–, dicha cohesión debería ser una cuestión de sentido común. Sin embargo, hasta ahora no había sido el caso. Las elecciones europeas se utilizaban principalmente como una encuesta a gran escala para medir en un mismo día y cada cinco años el estado de la opinión pública en cada uno de los Estados miembro de la UE.

En las próximas elecciones, esta función irá perdiendo importancia (las encuestas, a pesar de sus limitaciones, son más que suficientes para cumplir con este cometido) y las elecciones, tanto europeas como nacionales, pasarán a formar parte de un proceso electoral global. Este proceso conducirá, por una parte, a una europeización progresiva del contenido de los programas que se debaten en cada país y, por otra, a su corolario: una intervención creciente de los gobiernos para que sus prioridades figuren en el ámbito de las políticas comunitarias.

Tras las elecciones europeas del pasado mes de mayo, hay un ejemplo que ilustra este fenómeno a la perfección: el ofrecido por el Presidente francés Emmanuel Macron, sin duda el Jefe de Estado o de Gobierno más euro-entusiasta. En su campaña presidencial de 2017, anunció que intentaría reformar la UE y, efectivamente, se ha mostrado muy activo en este sentido con los demás dirigentes. También actuó como líder del partido y estratega electoral tratando de trasladar al Parlamento Europeo las reestructuraciones en el terreno político que ya ha llevado a cabo en Francia en torno a la división ficticia entre “progresistas” y “nacionalistas” que supuestamente habría de reemplazar a la oposición entre la izquierda y la derecha. Los eurodiputados de su partido, la República en Movimiento (La République en marche, LREM), se han convertido en la principal fuerza del grupo parlamentario previamente llamado Alianza de los Demócratas y Liberales por Europa (ALDE), que se define a sí misma como “liberal” y “centrista”. Como el apelativo “liberal” asusta a los electores franceses, Emmanuel Macron consiguió que el grupo pasara a llamarse Renew Europe (RE). Su presidente es el rumano Dacian Ciolos. Con este grupo, el tercero en importancia (108 diputados) en el Parlamento Europeo, el Presidente francés tiene un poderoso satélite en Estrasburgo y Bruselas.

Así pues, estamos asistiendo a un principio de convergencia –o al menos de coordinación– de los ámbitos de intervención de los actores políticos e institucionales dentro de la UE. Una configuración que, al menos, tendrá la ventaja de mejorar la legibilidad de las estructuras comunitarias. La cuestión, entonces, será saber qué fuerzas son capaces de unir fuerzas para “pensar” tanto a nivel europeo como nacional.

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Bernard Cassen