En el siglo XVIII, los carniceros sin demasiados escrúpulos llenaban de aire la carcasa de sus animales para aumentar su volumen. Maquillaban la carne grisácea con colorantes que, como la cochinilla, le devolvían su rojo natural. Manipulaban las salchichas añadiéndoles carroña. Los panaderos, por su parte, mezclaban toda clase de cosas en la harina del pan: yeso, tiza, arena, talco, fécula de patata… Aunque se controlaban poco, esas prácticas eran severamente reprimidas. Cuando se los atrapaba, los falsificadores de pan podían ser ahorcados.
Tres siglos después, las multinacionales de los alimentos en bandeja agrandan sus pechugas de pollo inyectándoles agua. A fin de que retengan el líquido durante la cocción, agregan polifosfatos, un aditivo “estabilizante” que fija el agua en las proteínas. En cuanto a los industriales de la charcutería, introducen nitrito de sodio en el jamón para darle un apetecible tinte rosado. Estos procedimientos son legales. El fabricante solo tiene (...)