Coincidiendo con la entrada en vigor, en enero de 2021, del Tratado de Prohibición de Armas Nucleares (TPAN) elaborado por las Naciones Unidas, dos libros arrojan luz sobre la historia de esta categoría de armamentos y las problemáticas que los conciernen. En el libro dirigido por el jurista Nicolas Haupais (1), los autores analizan el arsenal francés, que cuenta hoy en día con trescientas cabezas nucleares, cada una de ellas con una potencia de 300 kilotones. Francia, respetuosa del derecho internacional, es firmante del Tratado de No Proliferación de 1968, con el que están comprometidos 191 Estados, lo cual no impide que mantenga operativa su capacidad nuclear. Bien es verdad que, desde que terminó la Guerra Fría, París ha implementado políticas de desarme, reconfigurando su modelo de disuasión nuclear según el criterio de suficiencia. El segundo Libro Blanco sobre Defensa, de 1994, ratificaba el desmantelamiento del sistema de armas Hadès (misil nuclear táctico tierra-tierra de corto alcance). Sin embargo, Francia conserva y mantiene operativo su armamento nuclear de alto nivel –Rafale, Mirage, misiles aire-tierra de alcance medio mejorado (ASMPA, por sus siglas en francés)– y considera que las demás potencias no desarman lo suficiente. El arsenal mundial ha disminuido, no obstante, pasando de 65.000 armas en los años 1980 a 15.000 actualmente, y esta es una tendencia que se esfuerza en acelerar la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares (ICAN, por las siglas en inglés de International Campaign to Abolish Nuclear Weapons), receptora del Premio Nobel de la Paz en 2017.
El coronel francés Claude Lefebvre y el jurista Guillaume Weiszberg analizan, por su parte, la noción de “proliferación” nuclear (2). Distinguen entre la proliferación “vertical”, es decir, el aumento de la cantidad de armas o el desarrollo del poder destructivo de un país, y la proliferación “horizontal”: el incremento del número de países que poseen dichas armas. Desde una perspectiva histórica, recuerdan que la noción de “desarme” apareció en 1868 en el preámbulo de la Declaración de San Petersburgo, en la que el zar de Rusia abogaba por prohibir el uso de balas explosivas, demasiado letales y, por lo tanto, “contrarias a las leyes de la humanidad”. También muestran que la noción de “armas de destrucción masiva” (ADM) apareció en escritos del arzobispo de Canterbury, Cosmo Gordon Lang, en alusión al bombardeo de Gernika, en 1937, y a las atrocidades perpetradas por los japoneses cuando invadieron China, con especial hincapié en la masacre de Nankín. La expresión “ADM” fue posteriormente aceptada en 1946 por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con un papel determinante de su Asamblea General en ese tema, según apuntan los autores. Auspiciada por la ONU se celebró en 1984 la Conferencia de Desarme, histórica reunión en la que participaron diez Estados del bloque oriental y diez del bloque occidental.
Pese a esos esfuerzos multilaterales, pese a los acuerdos bilaterales Salt (por “Strategic Arms Limitation Talks”) I y II entre Estados Unidos y Unión Soviética en los años 1970, nunca se ha podido lograr un desarme general y completo. Surgen además hoy nuevas problemáticas, con la novedad de los drones y robots de combate, y también el perfeccionamiento de las armas químicas y bacteriológicas. Resulta necesaria una legislación internacional que regule su uso.
Ahora más que nunca es crucial la cuestión del desarme, sobre la que vienen alertando la ICAN, el Movimiento por la Paz, etc., en un mundo inestable y multipolar, presa de violentos conflictos, tanto internos como interestatales. Pero, al parecer, esta cuestión no moviliza ahora tanto como durante la Guerra Fría.