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Las granjas convencionales ante la agricultura orgánica

Dos mundos rurales que se ignoran mutuamente

A merced del imperativo de rendimiento, señalados por sus prácticas contaminantes y asediados por las segundas residencias, los agricultores convencionales de Morbihan, en Francia, contemplan desconcertados el éxito de sus compañeros que han elegido la agricultura ecológica, la venta directa, los circuitos cortos… Dos culturas distintas cohabitan, pero todavía no ha aparecido una solución global para el modelo agrícola dominante.

por Maëlle Mariette, abril de 2021

Un gran cartel llama la atención de los automovilistas atrapados en los atascos del mes de agosto, en la única carretera que lleva a Quiberon, un exclusivo complejo turístico costero en el sur de Bretaña: “La granja de Roger, campesino quesero. Abierto todos los días de las 17:00 a las 19:30 horas. Se ordeñan las vacas en torno a las 6 de la tarde”. El viajero con curiosidad que opta por desviarse descubre una casita de ladrillos, una cuerda de tender la ropa con sábanas secándose al sol, un huerto pletórico rodeado de hierbas silvestres y una eólica que gira al soplo de una suave brisa, recordándonos que el océano está ahí mismo, a escasamente un kilómetro. Un poco más lejos, unos jóvenes terneros retozan en un corral adyacente a un establo rústico lleno de almiares de heno. Un cobertizo de madera donde se almacenan herramientas de otra época remata esta estampa de felicidad intemporal.

Roger Abalain, dinámico y cincuentón, nos recibe con sonrisa ancha. Calza zuecos. Acaba de meter en el establo a sus ocho vacas, bretonas pie noir, una antigua raza protegida. A cada una le ha puesto un nombre bretón. Una familia de veraneantes de Rennes ha venido a ver el ordeño. Ya conocen a Abalain, con quien comparten la pasión por los caballos de tiro, “lo único auténtico, y no los tractores que utilizan esos agricultores comodones”, espetan. Hace unos años, estos otrora ejecutivos decidieron irse a vivir al campo en una casa de madera (que ellos mismos construyeron) para reencontrarse con la “vida de verdad”, lanzándose a la horticultura y la práctica de la herbomedicina. Mientras va conectando sus vacas una tras otra a una máquina de ordeño, Abalain explica que lleva una vida “sencilla, fuera de los circuitos usuales y de la sociedad de consumo”. “No somos agricultores: nosotros nos acompasamos con la naturaleza –dice–. Vivimos en régimen de autosubsistencia. Yo tengo autonomía alimentaria y también energética”. Esto encandila no solo a sus visitantes de Rennes, para quienes “Roger es un buen tipo porque cuida a sus vacas con aceites esenciales”, sino también a los medios de comunicación locales, nacionales e internacionales: “Han venido periodistas rusos, estadounidenses y alemanes, ¡y en una ocasión hasta alguien de Alaska!”, dice el “campesino quesero”. Todos lo conocen en el mercado de Quiberon, donde, cerca de un puesto que vende blusas marineras, pesca a los clientes con peroratas en bretón, para deleite de los turistas.

Unos visitantes que gustan menos de conducir a paso de tortuga detrás de pesados tractores cargados de estiércol, con el olor que eso supone. Con los nervios de punta, intentan salvar preciosos minutos de playa a base de bocinazos y maldiciones. Afortunadamente para ellos, las granjas de las que proceden estos tractores se encuentran al otro lado de la carretera que bordea la costa y sus pequeños paraísos terrenales. Una de esas explotaciones es la de Yannick Morvan, quien tiene unos cuarenta años y se dedica a la ganadería lechera. Aunque vive a tan solo unos diez kilómetros de los centros turísticos costeros de Carnac y La Trinité-sur-Mer, y a unos veinte kilómetros de Quiberon, no recuerda cuándo pisó la arena por última vez: “Me paso la vida trabajando, no tengo tiempo, nunca tengo vacaciones” (1). Y remata: “No somos del mismo mundo”.

El suyo es la granja donde trabaja desde los 16 años y que lleva varias generaciones en manos de su familia. Su historia es parecida a la de otros muchos habitantes de la región. Bernard Morvan, su padre, ahora jubilado, cuenta emocionado: “Mis padres tenían tres o cuatro vacas. Iban al mercado a vender sus productos –mantequilla, huevos y terneros cuando nacía alguno– en un carro del que tiraba un caballo. Después, cuando empezó a modernizarse la agricultura, en los años 1960, se montaron las cooperativas lecheras y nos animaron a producir, y a abandonar lo de la mantequilla. Venían directamente a la granja a por la leche. Para nosotros resultaba mucho menos fatigoso que pasarnos el día en el mercado y colar la leche para hacer mantequilla. Bueno, y también proporcionaba unos ingresos más regulares. Poco a poco, mis padres fueron comprando más vacas. Más tarde, las cooperativas se hicieron más grandes. Y no tardó en llegar el momento en que los socios ya no tuvieron ningún protagonismo. Estaban sometidos a las decisiones de estructuras demasiado grandes como para que pudieran enfrentarse a ellas. La primera, el precio de compra de la leche”.

Este contexto de los años 1960 es el de las orientaciones productivistas auspiciadas por los Gobiernos de la época –la idea de que “hay que alimentar a Francia”–. Por eso, cuando Bernard Morvan crea su granja, todo le empuja a duplicar su cabaña. “Invertimos –cuenta–. Pedimos préstamos para construir un establo más grande y modernizarnos. Era el modelo que había aprendido en la escuela, era lo que aparecía en los libros y lo que se valoraba en el sector. Y después, pues pensábamos que sería más llevadero físicamente, con la tecnología”. Y lo mismo para la generación siguiente. Recordando sus años en el instituto agrícola, su hijo resume: “Durante toda la secundaria, aprendemos a producir, producir, producir; y en el BTS (Título de Técnico Superior), se trata de reducir costes, de rentabilizar”. En cuanto a contenidos: “Se nos enseña lo tradicional”. Esta es también la opinión de las Cámaras Agrarias, cuyo cometido es dar el visto bueno a los proyectos de instalación y “asesorar a los agricultores”, prestándoles “apoyo técnico y administrativo”. Desde hace muchos años, están dominadas por la Federación Nacional de Sindicatos de Agricultores (Fédération Nationale des Syndicats d’Exploitants Agricoles, FNSEA), el sindicato mayoritario en el sector agrícola francés. El sindicato también tiene “voz y voto en el tema de la formación –puntualiza su presidente en el departamento francés de Morbihan, Frank Guéhennec–. Tenemos una visión del mercado de trabajo y organizamos el abanico de formaciones en función de eso. Por ejemplo, orientamos los BTS hacia determinados sectores, determinadas competencias. También intervenimos en la formación de los agricultores, para capacitarlos en las nuevas técnicas y en el desarrollo de las prácticas”. Patrick Danzé, hoy jubilado, fue profesor de gestión en un instituto agrícola de la región: “Si la enseñanza estuviera a cargo del Ministerio de Educación Nacional y no del de Agricultura –lamenta–, tal vez daría pie a que los alumnos descubrieran otras formas de producir, y de escapar de los lobbies”.

En tres generaciones, el modelo promovido por el Gobierno y la FNSEA no ha cambiado. Pero la vida, sí. En el municipio donde se encuentra la granja de la familia Morvan, la población casi se ha duplicado. Casas nuevas y conjuntos de viviendas acogen a las familias que ya no pueden permitirse vivir en la costa por la subida de los precios en Carnac, La Trinité-sur-Mer o Quiberon, donde más del 70% de las casas son segundas residencias (más de un tercio de estas, propiedad de habitantes de París e inmediaciones) (2). Esta onda alcista, en parte por la especulación inmobiliaria, repercute en el interior: hay bastantes compradores en busca de “autenticidad” que se hacen con edificios “con carácter”, reformándolos después de punta a cabo. Señalando una preciosa y remodelada casa de labor de piedra, ajardinada, con coloridos macizos de flores y piscina, Yannick Morvan explica por qué no tuvo más remedio que construir su casa en una de las parcelas de su finca: “Cuando dejé la casa de mis padres, quise comprar este caserío, que estaba abandonado, ¡pero se me bajaron los humos cuando el notario me dijo el precio! Finalmente lo rehabilitó una pareja de jubilados parisinos. Pero no vienen mucho…”. En cuanto a los nuevos habitantes del pueblo que viven ahí todo el año, “trabajan en la ciudad, en tiendas y oficinas”, explica Bernard Morvan. Así las cosas, los agricultores representan ya solo una franja marginal de la población: menos del 2% en 2019 (3), frente a más del 40% en 1968 en municipios rurales franceses similares (4). Y por ello, ya no tienen mucho peso en la política local: “Los dos últimos alcaldes han sido un contable y una enfermera, cuando antes siempre fueron campesinos”.

Hay por lo tanto dos mundos que coexisten en un mismo espacio. Esto provoca tensiones, en la medida en que las actividades productivas agrícolas chocan con las aspiraciones de los nuevos habitantes. “No nos ven con buenos ojos –confiesa Pierre Jouanno, un productor lácteo del municipio–. En el pueblo nos consideran contaminadores. Cuando pasamos con el pulverizador, los padres apartan a sus hijos y les tapan la nariz. Nos sentimos como patanes. Cuando transporto el estiércol, tengo que dar un rodeo cada vez mayor para evitar pasar por el pueblo. La gente se queja del olor y nos insulta. Actualmente hay nuevos tractores con iluminación led incorporada para que puedas hacerlo de noche…”. Prosigue: “Y ahora, además de ser contaminadores, se nos acusa de maltratar a nuestros animales... Si la gente supiera cómo trabajamos, tendría una imagen completamente distinta de nosotros. La gente de L214 [una asociación animalista] sabe cómo comunicar, con sus vídeos y todo”. Otro agricultor nos comenta que a sus hijos los señalan a menudo con el dedo: “En la escuela, les hacen comentarios. Un día, uno de mis hijos volvió a casa llorando porque le habían dicho palurdo y paleto en el autobús”.

Al mundo campesino lo debilita su condición cada vez más minoritaria y denostada, pero también lo desgasta su disgregación interna, fruto de la carrera por los rendimientos y los volúmenes de producción. Jean-Charles Jacopin, productor lácteo jubilado y presidente de la delegación del departamento francés de Finisterre de Solidarité Paysans, una asociación que ayuda a los agricultores en apuros, explica: “Es una carrera por la tierra: todos quieren hacerse con más superficies para crecer y producir más. Hay mucha competencia y juego sucio entre la gente. Es un sálvese quien pueda”. El mayor tamaño de las explotaciones también limita la ayuda mutua. “Las grandes faenas agrícolas, como la cosecha o el ensilado, ahora las hacen empresas, las únicas que tienen la maquinaria adecuada –dice un agricultor ­jubilado del pueblo–. Antes, el ensilado, por ejemplo, era un momento señalado para reunirse. Cada uno iba a ayudar a los otros. Hoy en día, ya no nos vemos mucho”. Esto también hace más difícil encontrar un sucesor (5), incluso entre los descendientes: “Pensé tomar el relevo, pero montar una explotación agrícola es algo complicado; resulta carísimo, porque las explotaciones son cada vez más grandes. Y además, cuando ves que tus padres apenas malviven con esto, pues no te ilusiona”, confiesa Marie Jouanno.

El aislamiento resultante se ve reforzado por el desapego al sindicalismo que conllevan estas condiciones de vida y de trabajo. “En la actualidad, nos cuesta encontrar a personas que quieran involucrarse, porque los agricultores ya no tienen tiempo para el compromiso sindical”, resume Guéhennec. Yannick Morvan puntualiza: “Son los peces gordos los que pueden asumir responsabilidades, porque tienen socios y, por tanto, pueden conseguir fácilmente que alguien les saque el trabajo adelante mientras están reunidos. Así que los afiliados como yo no nos sentimos representados. Aún así, seguimos teniendo el carné de la FNSEA”.

No sorprende, pues, cuando un joven declara: “Hay mucha gente soltera por aquí”. Este la tiene tomada con programas como L’Amour est dans le pré (“El amor está en el prado”), un reality muy popular en Francia (unos cuatro millones de espectadores por cada episodio) que se emite desde 2005 (similar a Granjero busca esposa, emitido en España hasta 2018). Presenta a agricultores solteros en busca del “gran amor”, que acogen durante una semana en su finca a “pretendientas” de la ciudad elegidas tras una sesión de citas rápidas organizada por la productora: “¡Transmiten los peores tópicos sobre nosotros! ¿Así cómo quieres que las mujeres se sientan atraídas?”. Jacopin señala: “Preocupa mucho la soltería de los agricultores [en este tipo de programas de televisión], pero no el motivo de su soledad. En Solidarité Paysans, recibimos cada vez más llamadas de personas en situación de desamparo psicológico. El suicidio, desgraciadamente, es algo que vivimos a menudo” (6).

Para resistir, los campesinos se aferran al trabajo, implicándose todavía más: “Sacamos pecho por el número de horas que trabajamos, por los litros que recogemos, etc”. Pero como la solución a su aislamiento agrava el daño, muchos “se preguntan por el sentido de su vida, con la sensación de que no están haciendo el trabajo que habían elegido”. Yannick Morvan nos confiesa, mientras mira sus vacas encerradas: “Esto no es lo que quería hacer cuando era niño y cuando empecé. Me duele verlas así, pero no tengo más remedio. Ya no les pongo nombres, no puedes encariñarte. Y además son demasiadas”.

Pero, sean cuales sean las dificultades, dejarlo no es algo que se contemple, explica Jacopin: “El agricultor que se ha quedado con la explotación familiar y se encuentra en apuros siente que dejar la actividad sería romper algo que se ha construido durante generaciones. Suele ser una experiencia muy difícil. Es como si él fuera responsable de romper una cadena familiar, una filiación. Un obrero a quien despiden, pues sí, es muy duro porque se queda sin trabajo, sin sueldo, pero tiene un enemigo directo frente a él: el patrono, el cabrón que lo ha despedido. Su rabia va dirigida hacia este. El agricultor, en cambio, piensa más bien: ‘El responsable soy yo, no sirvo para nada’”.

Como ejemplo, hace dos años, Stéphane Le Scouarnec, un productor lácteo de unos cincuenta años, cayó de una escalera mientras trabajaba en su granja. Con varias fracturas y la obligación de guardar cama durante seis meses, no pudo seguir con la actividad de su explotación. Para pagar sus deudas, tuvo que vender sus tierras, su material, su ganado y parte de sus edificios. Ante este “fracaso difícil de asumir de cara a la familia”, considera que tanto él como sus colegas se han quedado sin futuro: “Un pobre diablo, así me siento. Los agricultores no debemos de ser indispensables, digo yo, si nos pagan cuatro perras. De todas formas, ya no tiene sentido producir leche, pronto la traerán de Europa del Este, que allí es más barata”.

Le Scouarnec vuelve la cabeza hacia la parcela de al lado, que hasta hace poco pertenecía a su familia, se queda mirando los cuatro caballos de tiro de una pareja de jóvenes de Nantes que acaban de instalarse en la aldea, y suelta, con una mezcla de amargura e incomprensión: “Ellos son los que ganan dinero ahora…”. A su lado, su madre añade: “Caballos de tiro, desde que yo era cría no los utilizamos. Nos cambiamos a los tractores, es mucho menos pesado”. Orgullosa de estudiar en el instituto agrícola al que antes que ella acudió su padre, la hija tercia: “En mi instituto somos la mitad hijos de agricultores y la otra mitad de turistas –así llama a los alumnos que no proceden del mundo agrícola–. A nosotros nos tratan de garrulos. Ellos quieren hacer este trabajo porque aman a los animales y les encanta acariciar a los terneros. ¡Están zumbados!”.

El director de una de las mayores escuelas agrícolas de la región, Cyrille Troadec, nos explica que “a menudo estos alumnos vienen de las ciudades circundantes y están aquí porque han abandonado el sistema escolar tradicional”. Y añade: “Si solo habláramos de lo convencional, no vendrían. Pero si solo habláramos de lo orgánico, los agricultores convencionales no enviarían a sus hijos. Entonces, ¡hablamos de agroecología!”. Es decir, “de agricultura intensiva ecológica”: “Producir más con menos insumos”.

La hija de Abalain –el campesino quesero– también es alumna del instituto agrícola y nos cuenta que ella se siente igualmente estigmatizada. “Para la gente, los ‘bío’ son unos perroflautas melenudos”. “En realidad –replica el padre, con quien a ella le gustaría trabajar–, los agricultores ecológicos que se instalan son más bien jóvenes ingenieros graduados en las mejores escuelas de agronomía”. Los conocimientos de este antiguo ingeniero electrónico le han ayudado a gestionar su sistema de autonomía energética: turbina eólica, paneles solares y recuperación de aguas pluviales. Recibe visitas de estudiantes que admiran el funcionamiento de su granja o que quieren recoger datos sobre la producción de sus vacas de raza protegida. “Yo tampoco vengo del mundo agrícola. Soy un neorrural, como dicen”.

No es el caso de Françoise Macé y su marido Bruno, una pareja de unos 50 años, dedicados a la ganadería lechera, que últimamente empezaron a transformar su leche en queso y a venderlo directamente en la granja familiar en lugar de seguir simplemente suministrando volúmenes a la industria. “Antes cargábamos con muchos créditos a nuestras espaldas –dice Françoise– y ahora sí salimos adelante”. También ellos se han “pasado a lo orgánico”: “Es más rentable. Vendes tu leche un tercio más cara por el mismo trabajo. Vimos que había una nueva clientela, una demanda, y no somos más tontos que los demás... Hasta sacamos más margen de beneficio, ya que procesamos. Eso representa mucho valor añadido. Como aquí vienen muchos turistas en verano, pensamos que debíamos aprovecharlo”, explica Bruno.

Instalados en el lado bueno de la carretera, cerca de los hoteles, campings y segundas residencias de un centro turístico costero con ocho kilómetros de playa, menhires y un mercado de productores locales, la pareja pronto encontró el éxito. Hoy en día, ya no venden solo en la granja o en los mercados, sino también a los restaurantes. Además, organizan visitas a su granja, con el apoyo de la Oficina de Turismo. “Se nota que la agricultura orgánica goza de consideración social. Tenemos una clientela fiel. Vemos a turistas que vuelven año tras año. Eso significa que les gusta lo que hacemos”, explica Françoise Macé, de pie detrás del mostrador refrigerado de la pequeña tienda adyacente al establo, donde se venden quesos y otros productos locales. Benjamin Macé, su hijo treintañero, decidió asociarse con sus padres: “Ve que funciona y que nuestra clientela crece. Eso le motiva”. “¡Hay tantas cosas que hacer!”, exclama el joven, ilusionado.

Para los Macé, el cambio a lo orgánico y a los circuitos cortos “es solo cuestión de decidirse. Lo hicimos porque fuimos a ver cómo se hacían las cosas en otros lugares”. “Ellos son de mente cerrada”, suspiran, señalando al otro lado de la carretera, donde las tierras las explotan agricultores “convencionales”. Conforme avanza la conversación, la simple “decisión” va tomando visos de necesidad: como ya no podían producir el volumen de leche acordado contractualmente con su central lechera, esta decidió recortarlo; pero esta decisión, que en un principio tuvo consecuencias económicas catastróficas para ellos, se convirtió en una oportunidad, ya que les dejó volúmenes excedentes de leche para vender, con los que eran libres de hacer lo que quisieran. Ahí fue cuando tuvieron que ir a ver “cómo se hacen las cosas en otros lugares”, en contra del camino “natural” de su aprendizaje escolar y familiar. “Estamos formateados para una profesión, yo no podría hacer otra cosa. Vender no es lo mío. No podría recibir a los clientes en mi granja, no estaría cómodo”, confiesa Yannick Morvan.

Pero tal vez así estén bien las cosas, y es que “si todos empezaran a vender directamente, el mercado se saturaría y los precios caerían”, apunta Arthur Souchet, que se lanzó a la producción de queso de cabra después de estudiar arquitectura. Cada vez, por cierto, hay “más gente con dificultades económicas que se involucra en proyectos alternativos, neorrurales, y que nunca imaginó que sería tan duro”, recalca Danzé, que también es voluntario en la asociación Solidarité Paysans. “Hay que destacar en algo y ser original”, resume Abalain, cuyo negocio nunca fue tan próspero como durante el confinamiento de la primavera de 2020. Subido a una antigua carreta de la que tiraba un caballo, recorría el municipio con sus productos. La operación le hizo merecedor de numerosos artículos en la prensa local, que le dieron lucimiento. Semejante “rostro del renacimiento campesino” es, en efecto, de los que enamoran a la prensa, como también el de aquel “campesino resistente” o de aquella “exdirectora de cine parisina que cayó rendida ante los corderitos de la región del Cotentin y se convirtió en pastora ecoactivista”, cuyos retratos en blanco y negro ilustraban un reciente artículo de Le Monde (7): “La crisis sanitaria ha hecho surgir a estos artesanos […] apegados a la tierra y a su comunidad”, que “todos los días […] trabajan con la naturaleza –y no contra ella– para sacar lo mejor de esta”, escribía el diario. “Más que nunca, lo sabemos, lo sentimos”, estos “campesinos, en el sentido noble” –que saben, en contra de lo que pregona el “medio agrícola francés”, que la cuestión es tratar “de cultivar la tierra regenerándola, y no de explotarla agotándola”–, “pueden alimentar a la humanidad, pero también, quizás, salvarla”. Con todo, el entusiasmo por los productos de Abalain duró poco: “La gente nos abandonó después del confinamiento; mantuvimos tal vez un 10% de aquella clientela. No debemos negarlo, fue más una moda que un cambio real en la forma de consumir”.

Además, y de forma más general, poner en un altar lo “orgánico” y los circuitos cortos por sí mismos parece poco atinado. “¿Saben ustedes que sería posible crear el equivalente de la granja industrial ‘de las mil vacas’ en producción orgánica sin derogar la normativa ecológica europea?”, escribe Claude Gruffat, presidente de la red Biocoop desde 2004 hasta 2019. “¿Qué significa esta nueva forma de agricultura llamada ‘orgánica’ que no tiene en cuenta las condiciones de trabajo y provoca sufrimiento animal con métodos de producción masiva?” (8). En un mercado francés con sello ecológico en pleno crecimiento (12.000 millones de euros en 2019, frente a 3.700 millones de euros en 2010) (9), del que la agroindustria se ha apoderado desde hace tiempo, “los agricultores ecológicos están cayendo en los mismos desaciertos que los de la agricultura convencional”, lamenta Morgan Ody, portavoz de la Confédération Paysanne en el departamento de Morbihan: “Tender siempre a algo más grande, siempre por menos precio. La carrera por las tierras también existe en este sector. Vemos en Bretaña explotaciones ecológicas de cuatrocientas hectáreas con robots de ordeño, incluso en el circuito corto”.

Respecto a este modo de distribución, advierte: “Con el auge de los circuitos cortos durante el confinamiento, los actores de la agroindustria y la gran distribución lo tienen en su punto de mira y van a por todas. Pero el circuito corto no protege contra la depredación de valor”.

En efecto, como explica Yuna Chiffoleau, socióloga y directora de investigación del Instituto Nacional de Investigación Agronómica (INRA, por sus siglas en francés), “la definición oficial [de los circuitos cortos] contempla [únicamente] el número de intermediarios: solo se autoriza uno. No contempla un modo de producción [y tampoco la remuneración de los productores]. El modo de funcionamiento no se cuestiona. La gran distribución sigue fijando las condiciones de entrada”. Además, “al contrario de lo que sugieren los distribuidores, trabajan más con explotaciones grandes y medianas, que producen suficiente volumen, con una calidad estándar”, que con pequeños agricultores (10). También es necesario “reconocer que la venta directa no puede ser la única opción: se satura rápidamente –añade Morgan Ody–. Además, las cadenas largas de comercialización también tienen su interés. Por ejemplo, en Bretaña no vamos a producir queso comté ni tomates. Por supuesto, estos productos deben proceder de otros lugares, hasta del extranjero si es necesario”.

El problema, analiza Jacopin, es que quienes, como la Confédération Paysanne, dicen a los cuatro vientos que quieren cuestionar el modelo dominante de organización de la cadena larga y productiva, “se ocupan esencialmente, en realidad, de los sectores alternativos, y no mucho de las personas que están en los sectores convencionales. En su periódico, hablan sin parar de gente que vende directamente en circuitos innovadores. Es como si los demás no existieran. Y te da la impresión de que la FNSEA se dice a sí misma: ‘Al fin y al cabo, no está mal así, ellos se ocupan de los productores alternativos y nosotros de los demás’”. Así, aunque no se siente realmente representado por su sindicato, la FNSEA, Yannick Morvan no iría “a la Confédération Paysanne, porque eso es para los productores ecológicos que venden sus cositas en el mercado pero que no van a alimentar a Francia”. Por su parte, “los productores ecológicos no acuden a las reuniones de la Cámara Agrícola porque está más orientada hacia los agricultores convencionales –añade Arthur Souchet–. De modo que no nos cruzamos con ellos”.

Y así es como se perpetúa el sistema que unos denuncian y otros padecen.

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(1) Léase “La carrera infernal de los productores lácteos”, Le Monde diplomatique en español, febrero de 2021.

(2) Encuesta realizada en febrero de 2020 por el Comité Regional de Turismo de Bretaña acerca de los propietarios de segundas residencias de la región.

(3) Emploi, séries longues sur le marché du travail”, Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos de Francia (Insee), París, 23 de junio de 2020.

(4) Jean Molinier, “L’évolution de la population agricole du XVIIIe siècle à nos jours”, Économie et statistique, n.° 91, Insee, julio-agosto de 1977.

(5) En Bretaña, casi una tercera parte de las explotaciones agrícolas registradas en 2000 habían desaparecido en 2010 (–32,7%), con un ritmo anual de 3,9%. Fuente: “Tableaux de l’agriculture bretonne”, Direction Regionale de l’Alimentation, de l’Agriculture et de la Forêt (Draaf Bretagne), 2016. Entre 2010 y 2016, la caída del número de explotaciones en la región se situó en un 12%.

(6) Según el estudio “‘Charges et produits’ MSA 2020”, realizado por la Mutualité Sociale Agricole y publicado en julio de 2019, en 2015 se registró una cifra de 372 suicidios de agricultores y 233 de asalariados agrícolas, lo cual los convierte en la categoría socioprofresional más afectada por esta circunstancia.

(7) Camille Labro, “Fermiers urbains, bergers militants, maraîchers bio… Les visages du renouveau paysan”, Le Monde, París, 11 de diciembre de 2020.

(8) Claude Gruffat, Les Dessous de l’alimentation bio, La Mer salée, Rezé, 2017.

(9) Fuente: Agencia Francesa para el Desarrollo y la Promoción de la Agricultura Ecológica.

(10) ‘Local’, ‘éthique’: ces nouveaux filons qui rapportent gros”, L’Humanité, Saint-Denis, 22 de febrero de 2019.

Maëlle Mariette

Periodista.