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Mimos a Pinochet, palos a Assange

por Nils Melzer, agosto de 2022

Como relator especial sobre la Tortura, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas me ha encomendado velar por el cumplimiento de la prohibición de la tortura y los malos tratos en el mundo, examinar las denuncias de violaciones de esta prohibición y transmitir preguntas y recomendaciones a los Estados concernidos con el fin de aclarar los casos individuales. Al investigar el caso de Julian Assange, encontré pruebas convincentes de persecución política y arbitrariedad judicial, así como de tortura y malos tratos deliberados. Sin embargo, los Estados responsables se han negado a cooperar conmigo para tomar las medidas de investigación exigidas por el derecho internacional.

El caso Assange es la historia de un hombre perseguido y maltratado por revelar los sórdidos secretos de los poderosos, especialmente los crímenes de guerra, la tortura y la corrupción. Es la historia de una arbitrariedad judicial deliberada en democracias occidentales que presumen por lo demás de ser ejemplares en materia de derechos humanos. También es la historia de una connivencia deliberada entre servicios de inteligencia a espaldas de los parlamentos nacionales y del público. Y es, por último, la historia de una información manipulada y manipuladora en los principales medios de comunicación orientada a aislar, demonizar y destruir deliberadamente a una persona particular.

En una democracia regida por el Estado de derecho, todo el mundo es igual ante la ley. En esencia, esto significa que los casos comparables deben ser tratados de la misma manera. Al igual que Julian Assange en la actualidad, el exdictador chileno Augusto Pinochet sufrió detención extradicional en Gran Bretaña desde el 16 de octubre de 1998 hasta el 2 de marzo de 2000. España, Suiza, Francia y Bélgica querían procesarlo por tortura y crímenes contra la humanidad. Al igual que Assange hoy, Pinochet se describió a sí mismo como “el único preso político de Gran Bretaña”.

Sin embargo, a diferencia de Assange, a Pinochet no se le acusaba de haber obtenido y publicado pruebas de tortura, asesinato y corrupción, sino de haber cometido, ordenado y consentido tales crímenes de forma efectiva y real. Además, a diferencia de Assange, a él no se le consideraba una amenaza para los intereses del Gobierno británico, sino un amigo y aliado de la época de la Guerra Fría y –punto crucial– de la guerra de las Malvinas (1).

Cuando un tribunal británico se atrevió a aplicar la ley y levantar la inmunidad diplomática de Pinochet, la decisión fue inmediatamente anulada. El motivo aducido fue la posible parcialidad de uno de los jueces. Al parecer, en un momento dado este se había ofrecido como voluntario para un acto de recaudación de fondos a favor de la organización local de derechos humanos, Amnistía Internacional, que era codemandante en el caso. Pero volvamos al caso Assange. En este caso, a la jueza Emma Arbuthnot, cuyo marido había sido denunciado repetidamente por WikiLeaks, no solo se le permitió dictaminar sobre la orden de detención de Assange en 2018, sino que, pese a una solicitud de recusación bien documentada, también presidió el proceso de extradición de Assange hasta que la jueza Vanessa Baraitser asumió el cargo en el verano de 2019. Ninguna de sus decisiones fue revocada.

Pinochet, acusado de responsabilidad directa en decenas de miles de graves violaciones de los derechos humanos, no fue insultado, humillado o ridiculizado por jueces británicos en las audiencias públicas, ni fue recluido en régimen de aislamiento en una prisión de alta seguridad. Cuando fue detenido, el primer ministro Anthony Blair no expresó en el Parlamento su satisfacción por el hecho de que “en el Reino Unido nadie está por encima de la ley”, ni tampoco hubo una carta abierta de setenta diputados pidiendo fervorosos al Gobierno que extraditara al exdictador a los países solicitantes. En lugar de eso, Pinochet se pasó la detención extraditoria bajo un régimen de lujoso arresto domiciliario en una mansión cercana a Londres, donde se le permitían visitas a mansalva, desde un sacerdote chileno privado en Navidad hasta la ex primera ministra Margaret Thatcher. Por el contrario, Julian Assange, el incómodo decidor de verdades, acusado de periodismo y no de tortura y asesinato, no está bajo arresto domiciliario. Se le silencia en régimen de aislamiento.

Como en el caso de Assange, el estado de salud de Pinochet fue una cuestión decisiva. Aunque el propio general rechazó categóricamente la idea de una liberación por motivos humanitarios, el ministro del Interior, Jack Straw, intervino personalmente. Ordenó un examen médico de Pinochet, que decretó que el ex militar golpista y dictador padecía amnesia y trastornos de concentración. Varios Gobiernos que habían solicitado su extradición pidieron una segunda opinión independiente, pero las autoridades británicas se negaron. El propio Straw decidió que Pinochet no estaba en estado de aguantar un proceso y ordenó su inmediata liberación y su repatriación. A diferencia de Estados Unidos en el juicio de extradición de Assange, en el de Pinochet los Estados solicitantes no tuvieron la oportunidad de apelar. En el caso de Assange, se han ignorado varios informes médicos independientes, así como mis conclusiones oficiales como relator especial de la ONU sobre la Tortura. El juicio continuó sin tener en cuenta el deterioro de su salud y su incapacidad para ser juzgado, hasta cuando le costaba pronunciar su propio nombre ante el tribunal.

Como en el caso de Pinochet, la extradición de Assange fue rechazada –al menos inicialmente– por motivos médicos. Pero mientras que Pinochet fue inmediatamente liberado y repatriado y a los Estados que solicitaban su extradición se les negó cualquier recurso legal, Assange fue inmediatamente devuelto al aislamiento, se le negó la libertad bajo fianza y se invitó a Estados Unidos a apelar ante el Tribunal Superior británico, asegurando así la perpetuación del calvario de Assange y su silencio durante el resto de lo que podría ser un proceso de extradición de varios años.

La comparación de estos dos casos demuestra el doble rasero que aplican las autoridades británicas y cómo, en el Reino Unido, no todo el mundo es, en última instancia, igual ante la ley. En el caso de Pinochet, el objetivo era ofrecer a un antiguo dictador y leal aliado impunidad por presuntos crímenes contra la humanidad. En el de Assange, el objetivo es silenciar a un disidente embarazoso cuya organización, WikiLeaks, desafía precisamente este tipo de impunidad. Ambos enfoques se rigen únicamente por la política del poder y resultan incompatibles con la justicia y el Estado de derecho.

La prensa establecida en Estados Unidos, Reino Unido y Australia sigue al parecer sin percatarse del peligro existencial que el juicio a Julian Assange supone para la libertad de prensa, las garantías procesales, la democracia y el Estado de derecho. La penosa verdad es que bastaría con que las principales organizaciones de medios de comunicación de la “angloesfera” así lo decidieran para que la persecución de Assange terminara mañana.

El caso de Iván Golunov, periodista de investigación ruso especializado en denunciar la corrupción oficial, puede servir de ejemplo. Cuando Golunov fue detenido de pronto por presuntos delitos de drogas en el verano de 2019, la prensa generalista rusa entendió inmediatamente de qué iban las cosas. “Somos Iván Golunov”, proclamaban las idénticas portadas de los tres principales diarios rusos, Vedomosti, RBC y Kommersant. Los tres periódicos cuestionaron abiertamente la legalidad de la detención de Golunov, sospecharon que se le perseguía por sus actividades periodísticas y exigieron una investigación exhaustiva. Pilladas in fraganti y puestas bajo el foco de sus propios medios de comunicación, las autoridades rusas dieron marcha atrás a los pocos días. El presidente Vladímir Putin ordenó personalmente la liberación de Golunov y destituyó a dos altos funcionarios del ministerio del Interior, demostrándose así que la detención de Golunov no fue el resultado de los extravíos de unos pocos policías incompetentes, sino que había sido orquestada al más alto nivel.

No cabe la menor duda de que una acción solidaria comparable, que llevaran a cabo conjuntamente The Guardian, la BBC, The New York Times y The Washington Post, pondría fin de inmediato a la persecución de Julian Assange. Porque si algo temen los Gobiernos es el foco mediático y el escrutinio crítico de la prensa. Los planteamientos de los principales medios de comunicación británicos, estadounidenses y australianos son sencillamente flojos, y sus conclusiones llegan mal y tarde. Como siempre, sus reportajes siguen oscilando entre lo insípido y lo endeble, informando mansamente de los acontecimientos diarios que se desarrollan en los tribunales, sin pararse a considerar que lo que están presenciando son los efectos secundarios de una monumental regresión de la sociedad. Sin ver que el repliegue de los logros democráticos y del Estado de derecho nos retrotrae a la edad oscura del absolutismo y de los arcana imperii, un sistema de gobernanza basado en el secreto y el autoritarismo. Si se quiere convencer, no basta con un puñado de editoriales y columnas condenando la extradición de Assange, desganados y faltos de audacia, en The Guardian y The New York Times. Estos dos periódicos, aun así, han declarado tímidamente que la condena de Assange por espionaje pondría en peligro la libertad de prensa, pero ni un solo medio de comunicación entre los más divulgados protesta contra los flagrantes atropellos a las normas procesales, a la dignidad humana y al Estado de derecho que han marcado todo el juicio. Ninguno de ellos pide cuentas a los Gobiernos implicados por sus crímenes y su corrupción; ninguno tiene el valor de hacer preguntas incómodas a los líderes políticos. Ya no son sino una sombra de lo que fue el “cuarto poder”.

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(1) La guerra de las Malvinas de 1982 enfrentó al Reino Unido con Argentina.

Nils Melzer

Abogado, relator especial sobre la Tortura de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Autor de L’Affaire Assange. Histoire d’une persécution politique, Éditions critiques, París, que se publicará en Francia el 15 de septiembre.

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