Económica pero también democrática, la crisis europea plantea cuatro cuestiones principales. ¿Por qué políticas cuyo fracaso era seguro se desplegaron, no obstante, en cuatro países (Irlanda, España, Portugal y Grecia) con una ferocidad remarcable? ¿Son acaso iluminados los arquitectos de esas decisiones, para que cada fracaso –previsible– de su medicación los lleve a multiplicar la dosis? En sistemas democráticos, ¿cómo explicar que los pueblos víctimas de tales recetas parecen no tener otra opción que reemplazar un gobierno que ha fracasado por otro ideológicamente gemelo y determinado a practicar la misma “terapia de choque”? Por último, ¿es posible hacer las cosas de otra manera?
La respuesta a las dos primeras preguntas se impone en cuanto uno se libera de la palabrería publicitaria sobre el “interés general”, los “valores compartidos por Europa”, el “vivir juntos”. Lejos de ser locas, las políticas implementadas son racionales. Y, en lo esencial, alcanzan su objetivo. Sólo que (...)