El intelectual martiniqués Frantz Fanon (1925-1961) tuvo una trayectoria polifacética. Psiquiatra, también fue ensayista, anticolonialista y tercermundialista, abrazando la causa independentista argelina junto al Frente de Liberación Nacional (FLN). El libro del periodista estadounidense Adam Shatz viene a sumarse a una nutrida lista de biografías (1). Según el editor, aclara por qué a Fanon “se le lee y celebra hoy en el mundo entero”.
¿Existen aún aspectos de su vida por conocer? Caben razonables dudas al respecto, por más que el autor eche mano en ocasiones de documentos de archivo del fondo Fanon, depositados en el Institut Mémoires de l’Édition Contemporaine (IMEC), y también de sus fascinantes conversaciones con Marie-Jeanne Manuellan, asistente de Fanon y... “su grabadora”. Algunos análisis de Shatz se antojan pertinentes: “La creencia de Fanon en la revolución —y puede también que su propio ateísmo— le impedían ver el componente religioso de la lucha argelina”. Todo lo referente a las relaciones de Fanon con el FLN despierta interés, pero está basado en gran parte en la obra de los anteriores ensayistas, especialmente Mohammed Harbi, quien reveló en su momento que el nombre de Fanon “figuraba en una lista de personas a ejecutar en caso de disidencia interna con la dirección del FLN”...
Shatz se propone reconstruir el itinerario de Fanon a contrapelo de los “intentos de santificación”. Incide repetidamente en la “ambición” de Fanon y señala sus paradojas: “El futuro gran luchador anticolonial llegó así a Argelia como improbable beneficiario de los privilegios del colonizador y representante de la autoridad colonial”. En esa línea, Shatz saca a la luz el apoyo de Fanon a ciertos dictadores.
El estimulante epílogo ofrece un panorama analítico sobre las diversas apropiaciones de la obra de Fanon. Destacan, por supuesto, figuras como Edward Said y los escritores Édouard Glissant o Patrick Chamoiseau. Especialmente interesantes resultan las páginas dedicadas al “redescubrimiento de Fanon en las universidades estadounidenses, [que] a veces ha cobrado tintes de culto sectario, acompañado de reinterpretaciones por completo fantasiosas, cuando no de francas invenciones”. Dan mucho que pensar las referencias a Francia, y el recordatorio de aquella negativa de la ciudad de Burdeos, en 2019, a dar a una callejuela el nombre de Fanon, ya que, según Alain Juppé [primer ministro de Francia entre 1995 y 1997], el alcalde de entonces, la colectividad debía “rendir homenaje a personalidades que encarnen valores compartidos”. El universalismo de la obra de Fanon, por lo visto, no pasó las puertas de la antigua ciudad esclavista.
El libro es de amena lectura, y una vía perfectamente loable para acercarse a Fanon. Ahora bien, no se pueden obviar las redundancias, las aproximaciones y un déficit de información actualizada sobre los autores referidos. En su afán provocador, Shatz también incurre, a veces, en apostillas algo temerarias. Como cuando insiste una y otra vez en el estilo de Fanon, supuestamente “abstruso”. O cuando caracteriza el prefacio de Jean-Paul Sartre a Los condenados de la tierra (1961) como “el de un hombre que se esfuerza por imitar la furia retórica de un rebelde al que admira, y hasta envidia, pero que al final solo consigue parodiarla”. Aun faltos de pulimento, estos análisis son harto preferibles al ensayo de Alyosha Wald Lasowski (2), en el que Emmanuel Macron es “sartreano”, que ya es decir.
Nuestra época es, incansablemente, la caricatura de sí misma. Para intentar devolverle algo de sentido e inteligencia, no descuidemos esta biografía de Shatz. Y, sobre todo, abramos un libro de Fanon: “Cada vez que un hombre ha conseguido que triunfe la dignidad del espíritu, cada vez que un hombre ha dicho no ante un intento de sometimiento de su semejante, me he sentido solidario de su acción” (3).