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El homenaje de un maestro a otro

“Fellini es más grande que el cine”

Antaño, las muchedumbres entusiasmadas se agolpaban en las salas de cine para ver la última película de Jean-Luc Godard, Agnès Varda o John Cassavetes. El cine, convertido en entretenimiento visual, ha perdido su magia, considera Martin Scorsese. Con este homenaje a Federico Fellini, el director intenta recuperarla.

por Martin Scorsese, agosto de 2021
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VELIO CIONI. – Federico Fellini (a la derecha) y Marcello Mastroianni (en primer plano) durante el rodaje de la película “Ocho y medio”, 1963

La cámara se fija en la espalda de un joven que camina decidido hacia el oeste por una calle abarrotada de Greenwich Village. Bajo un brazo lleva libros. En la otra mano, un número del Village Voice. Camina deprisa, dejando atrás hombres vestidos con gabardina y sombrero, mujeres con pañuelos en la ­cabeza que empujan carritos de la compra plegables, parejas cogidas de la mano, y poetas y chulos y músicos y borrachines, frente a farmacias, licorerías, restaurantes y bloques de apartamentos. Pero el joven solo se fija en una cosa: la marquesina del Art Theatre, que exhibe Shadows, de John Cassavetes y Los primos, de Claude Chabrol.

El joven toma nota mental y entonces cruza la Quinta Avenida y sigue caminando hacia el oeste, pasando librerías y tiendas de discos y estudios de grabación y zapaterías hasta llegar al Playhouse de la Calle 8: ¡Cuando pasan las cigüeñas e Hiroshima Mon Amour y próximamente Al final de la escapada!

Seguimos tras él mientras gira a la izquierda por la Sexta Avenida y dejamos atrás restaurantes y más licorerías y kioscos de prensa y un estanco y cruzamos la acera para ver mejor la marquesina del Waverly: Cenizas y diamantes, de Andrzej Wajda.

Da media vuelta y vuelve hacia el este por la Cuarta dejando atrás el Kettle of Fish y la Judson Memorial Church hasta Washington Square, donde un hombre vestido con un traje harapiento reparte folletos con la imagen de Anita Ekberg cubierta de pieles: La dolce vita se estrena en una de las principales salas de teatro de Broadway, ¡con asientos reservados a la venta a precio de entrada de Broadway!

Camina desde LaGuardia Place hasta Bleecker, dejando atrás el Village Gate y el Bitter End hasta llegar al Bleecker Street Cinema, que tiene en cartel Como en un espejo, Tirad sobre el pianista, El amor a los veinte años, y La noche, ¡que ha aguantado tres meses en cartelera! Se pone a la cola para la película de Truffaut, abre su ejemplar del Voice por la sección de cine y un maná de riquezas brota desde las páginas y revolotea a su ­alrededor: Los comulgantes, Pick­pocket, El ojo maligno, La mano en la trampa, pases de Andy Warhol, Cerdos y acorazados, Kenneth Anger y Stan Brakhage en Anthology Film Archives, El confidente… Y en mitad de todo eso, alzándose imponente ­sobre el resto: ¡Joseph E. Levine presenta , de Federico Fellini! Mientras pasa las páginas enfervorecido, la cámara asciende sobre él y la multitud expectante como elevada por las olas de su excitación.

Adelantemos al momento presente. El arte del cine está siendo sistemáticamente devaluado, marginado, menospreciado y reducido a su mínimo común denominador: “contenido”. Hace apenas quince años, el término “contenido” solo se escuchaba cuando la gente discutía sobre cine a un nivel serio, y siempre en contraste con la “forma”. Entonces, gradualmente, empezó a usarse más y más por aquellos que tomaron el control de los grupos de comunicación, que en su mayoría desconocían todo sobre la historia de este arte o no tenían el interés suficiente como para pensar ­siquiera que debían saber algo. El ­término “contenido” pasó a hacer referencia a cualquier imagen en movimiento: una película de David Lean, un vídeo de gatitos, un anuncio de la Super Bowl, la secuela de una película de superhéroes, un capítulo de una serie… Se asociaba, claro, no a la experiencia de una sala de cine, sino a la del visionado en el hogar, en las plataformas de streaming que han vaciado las salas de cine, como ya hiciera Amazon con las tiendas físicas. Por un lado, esto ha sido bueno para los cineastas, yo el primero. Por otro, ha creado una situación en la que todo se presenta al espectador en igualdad de condiciones, lo que suena democrático sin serlo. Si lo próximo que vas a ver viene “sugerido” por algoritmos que se basan en lo que ya has visto y dichas sugerencias se basan solo en temas o géneros, ¿qué supone eso para el arte cinematográfico?

La prescripción no es antidemocrática o “elitista”, un término tan manido hoy día que ha perdido su significado. Es un acto de generosidad: estás compartiendo aquello que amas y te resulta inspirador (de ­hecho, las mejores plataformas de strea­ming, como Criterion Channel y MUBI o canales tradicionales como TCM se basan en la prescripción, es decir, hay alguien ahí filtrando el grano de la paja). Mientras que los algoritmos, por definición, se basan en cálculos que tratan al espectador como mero consumidor y nada más.

Como en un sueño

Las elecciones que hacían distribuidores como Amos Vogel de Grove Press en los años sesenta no solo eran actos de generosidad, a menudo también lo eran de valentía. Dan Talbot, que era un exhibidor y programador de salas de cine, fundó New Yorker Films para distribuir una película que amaba, Antes de la revolución, de Bertolucci, una apuesta todo menos segura. Las películas que llegaron a nuestras orillas gracias al empeño de este y de otros distribuidores, comisarios y exhibidores generaron un momento extraordinario. Las circunstancias de dicho momento se han ido para no volver, desde la preponderancia de la sala de cine hasta el entusiasmo compartido respecto a las posibilidades de esta disciplina. Por eso vuelvo tan a menudo a aquellos años. Me siento afortunado por haber sido joven y haber estado vivo y abierto a todo aquello mientras sucedía. El cine siempre ha sido mucho más que contenido y siempre lo será, y los años en que aquellas películas llegaban de todas partes del mundo conversando unas con otras y redefiniendo la disciplina semanalmente son la prueba.

En esencia, aquellos artistas estaban lidiando constantemente con la pregunta de qué es el cine para ­después lanzársela a la siguiente película y que esta diera su respuesta. Nadie trabajaba en un vacío, y todo el ­mundo parecía responder a y alimentarse del resto. Godard y Bertolucci y ­Antonioni y Bergman e Imamura y Ray y Cassavetes y Kubrik y Varda y Warhol estaban reinventando el cine con cada nuevo movimiento de cámara y cada nuevo corte, y cineastas más asentados como Welles y Bresson y Huston y Visconti se vieron revigorizados por aquel estallido de creatividad que los rodeaba.

En el centro de todo aquello había un director por todos conocido, un artista cuyo nombre era sinónimo del cine y sus posibilidades. Era un nombre que instantáneamente evocaba un cierto estilo, cierta actitud frente al mundo. Tanto fue así que se convirtió en un adjetivo. Supongamos que querías describir la atmósfera surreal de una fiesta o una boda o un funeral o una convención política o, ya puestos, el sinsentido del mundo entero: bastaba con pronunciar la palabra “felliniano” y la gente entendía exactamente a qué te referías.

En los sesenta, Federico Fellini se convirtió en más que un cineasta. Al igual que Chaplin y Picasso y los Beatles, trascendía su propio arte. A partir de cierto momento, ya no se trataba de tal o cual película y pasó a tratarse del conjunto de todas sus películas combinadas en un gran gesto inscrito a lo largo y ancho de la galaxia. Ir a ver una película de Fellini era como ir a escuchar a Maria Callas cantar o ver actuar a Laurence Olivier o ver bailar a Nureyev. Sus películas hasta empezaron a incorporar su nombre: Fellini Satiricón, Fellini 8½. El único ejemplo cinematográfico comparable era Hitchcock, pero aquello era otra cosa: una marca, un género en sí mismo. Fellini era el virtuoso del cine.

La absoluta maestría visual de Fellini empezó a manifestarse en 1963 con su , en la que la cámara planea y flota y se eleva entre realidades internas y externas, al compás del humor cambiante y los pensamientos secretos del alter ego de Fellini, Guido, interpretado por Marcello Mastroianni. Pienso en fragmentos de esa película, que he visto en incontables ocasiones, y aun hoy me encuentro a mí mismo preguntándome: “¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo es que cada movimiento y cada gesto y cada ráfaga de viento parece darse en el momento justo? ¿Cómo puede ser que todo resulte inquietante e inevitable como en un sueño? ¿Cómo puede ser que cada momento resulte tan rico y como habitado por un anhelo inexplicable?”.

El sonido jugaba un papel importante en esa atmósfera. Fellini era tan creativo con el sonido como con las imágenes. El cine italiano tiene una larga tradición de postsincronización de sonido que comenzó bajo el mandato de Mussolini, que decretó que todas las películas importadas de otros países debían doblarse. En muchas películas italianas, incluso en algunas de las más importantes, el carácter desen­carnado de la banda sonora puede resultar desconcertante. Fellini sabía cómo usar esa desorientación como herramienta expresiva. Los sonidos y las imágenes en sus películas juegan y se resaltan unos a otros de tal manera que la experiencia cinematográfica al completo se desarrolla como una partitura musical o como un gran pergamino desenrollándose. Hoy en día, la gente alucina con las últimas herramientas tecnológicas y con lo que pueden hacer. Pero las cámaras digitales ligeras y las técnicas de posproducción como los retoques digitales no hacen la película por ti: lo importante siguen siendo las decisiones que ­tomas durante su creación. Para los grandes artistas como Fellini no hay elemento pequeño, todo importa. Estoy seguro de que le habrían fascinado las cámaras digitales ligeras, pero no habrían cambiado el rigor y la precisión de sus decisiones estéticas.

Es importante recordar que Fellini comenzó en el neorrealismo, lo que resulta interesante porque en muchos aspectos acabó representando su polo opuesto. De hecho, fue uno de los inventores del neorrealismo, en colaboración con su mentor Roberto Rossellini. Ese momento sigue impresionándome. Inspiró tantas cosas en el cine, y dudo que toda la creatividad y exploración de los cincuenta y los sesenta se hubiera producido sin los cimientos aportados por el neorrealismo. No fue tanto un movimiento ­como un grupo de artistas del cine respondiendo a un momento inimaginable en la vida de su nación. Tras veinte años de fascismo, después de tanta crueldad y terror y destrucción, ¿cómo seguir adelante como individuos y como país? Las películas de Rossellini, De Sica, Visconti, Zavattini, Fellini y tantos otros, películas en las que la estética, la moralidad y la espiritualidad estaban tan entretejidas que eran inseparables, jugaron un papel vital en la redención de Italia a ojos del mundo.

Fellini coescribió Roma, ciudad abierta y Paisá (Camarada) (se dice que también dirigió algunas escenas del episodio florentino mientras Rossellini estaba enfermo) y coescribió y actuó en El milagro de Rossellini. Su camino como artista obviamente se separó pronto del de Rossellini, pero ambos mantuvieron un gran amor y respeto mutuos. Y Fellini una vez dijo algo muy astuto: que lo que la gente definía como neorrealismo solo existía en las películas de Rossellini y en ningún otro lugar. Exceptuando El ladrón de bicicletas, Umberto D. y La tierra tiembla, creo que lo que Fellini quería decir era que Rosse­llini fue el único que confió tan ­plenamente en la simplicidad y la humanidad, el único que se empeñó en permitir que la vida misma se acercara tanto como fuera posible al punto donde poder contar su propia historia. Fellini, en contraste, era un estilista y un fabulista, un mago y un contador de historias, pero las bases en términos de experiencia y ética que recibió de Rossellini fueron cruciales para el espíritu de sus películas.

Yo crecí al tiempo que Fellini se desarrollaba y eclosionaba como artista y muchísimas de sus películas fueron tesoros para mí. Vi La strada, la historia de una joven pobre que es vendida a un forzudo ambulante, cuando tenía unos trece años, y me golpeó de modo particular. He ahí una película ambientada en la posguerra pero que se desarrollaba como una balada medieval o algo incluso anterior, una emanación del mundo antiguo. Lo mismo podría decirse de La dolce vita, creo, pero esa es un panorama, un vodevil de la vida moderna y la desconexión espiritual. La strada, estrenada en 1954 (dos años más tarde en Estados Unidos), era un lienzo más pequeño, una fábula asentada en lo elemental: tierra, cielo, inocencia, crueldad, afecto, destrucción.

Para mí, La strada tenía una dimensión añadida. La vi por primera vez con mi familia en la televisión y a mis abuelos la historia les pareció un fiel reflejo de las penurias que dejaron atrás en el viejo país. Esta cinta no fue bien recibida en Italia. Para algunos suponía una traición al neorrea­lismo (en aquel entonces ese era el baremo según el cual se juzgaban las películas) y supongo que ubicar una historia tan descarnada dentro del marco de una fábula fue algo demasiado desconcertante para muchos espectadores italianos. En el resto del mundo fue un éxito rotundo, la obra que lanzó a Fellini. Fue la película a la que Fellini dedicó más trabajo y sufrimiento –su guion era tan detallado que ­alcanzaba las seiscientas páginas, y hacia el final de un rodaje difícil tuvo una crisis nerviosa que le obligó a ­pasar por el primero de (creo) muchos psicoanálisis antes de poder finali­zarlo–. También fue la película que, ­durante el resto de su vida, atesoró con más cariño cerca de su corazón.

El “shock” de La dolce vita

Las noches de Cabiria, una serie de episodios fantásticos en la vida de una prostituta (que sirvió de inspiración para el musical de Broadway y la película de Bob Fosse Sweet Charity), consolidó su reputación. Como todo el mundo, la encontré emocionalmente avasalladora. Pero la siguiente gran revelación llegaría con La dolce vita. Ver esa película en compañía de una sala abarrotada cuando acababa de estrenarse era una experiencia inolvidable. La dolce vita fue distribuida en Estados Unidos en 1961 por Astor Pictures y presentada en un evento especial en un gran teatro de Broadway, con asientos numerados y entradas caras, el tipo de presentación que asociábamos a las grandes películas bíblicas como Ben-Hur. Ocupamos nuestros asientos, las luces se apagaron y vimos cómo se desplegaba ante nosotros un fresco cinematográfico majestuoso y aterrador y todos experimentamos el shock del reconocimiento. Estábamos ante un artista que había logrado expresar la ansiedad de la era nuclear, la sensación de que ya nada importaba porque todo y todos podíamos ser aniquilados en cualquier momento. Sentimos ese impacto, pero también la euforia del amor de Fellini por el arte del cine y, en consecuencia, por la vida misma. Algo parecido se avecinaba en el rock and roll, en los primeros discos eléctricos de Dylan y después en el White Album de los Beatles y el Let It Bleed de los Rolling Stones, ­álbumes sobre la ansiedad y la deses­peración, pero que al tiempo resultaban experiencias trascendentales y emocionantes.

Cuando hace una década presentamos en Roma la versión restaurada de La dolce vita, Bertolucci dejó muy claro que quería asistir. En aquel entonces ya le resultaba complicado desplazarse porque iba en silla de ruedas y estaba aquejado de dolores constantes, pero se empeñó en que tenía que estar allí. Y tras la proyección me confesó que La dolce vita fue la película que le hizo dedicarse al cine. Aquello me sorprendió mucho, pues nunca le había oído hablar de ella. Pero en el fondo, tampoco era tan sorprendente. Aquella película fue una experiencia estimulante, como una onda expansiva que asoló la cultura a todos los niveles.

Las dos películas de Fellini que más me afectaron, las que realmente me marcaron, fueron Los inútiles y . Los inútiles porque capturó algo tan real y tan precioso que apelaba directamente a mi propia experiencia. Y porque redefinió mi idea de lo que era el cine, de qué podía hacer y adónde podía transportarte.

Los inútiles, estrenada en Italia en 1953 y tres años después en Estados Unidos, fue la tercera película de Fellini y su primera gran obra. También fue una de las más personales. La historia consiste en una serie de escenas en la vida de cinco amigos veinteañeros en Rimini, donde se crio Fellini: Alberto, interpretado por el gran Alberto Sordi; Leopoldo, interpretado por Leopoldo Trieste; ­Moraldo, el alter ego de Fellini, interpretado por Franco Interlenghi; Riccardo, interpretado por el hermano de Fellini; y Fausto, interpretado por Franco Fabrizi. Estos se pasan el día jugando al billar, persiguiendo chicas, y paseándose por ahí burlándose de la gente. Tienen grandes sueños y grandes planes. Se comportan como niños y sus padres los tratan como tales. Y la vida sigue.

Tuve la impresión de conocer a aquellos chavales, como si hubieran surgido de mi propia vida, de mi propio barrio. Incluso reconocí parte del lenguaje corporal, el mismo sentido del humor. De hecho, en cierto momento de mi vida, yo fui uno de esos chicos. Entendí lo que Moraldo estaba experimentando, su desesperación por escapar. Fellini lo capturó todo tan bien –la inmadurez, el aburrimiento, la tristeza, la búsqueda de la próxima distracción, del próximo estallido de euforia–. Nos regala la calidez y la camaradería y las bromas y la tristeza y la desesperación interior, todo a la vez. Los inútiles es una película dolorosamente lírica y agridulce y fue una inspiración crucial para Malas calles. Es una gran película sobre una ciudad natal, sobre cualquier ciudad natal.

En cuanto a , toda la gente que conocía en aquel entonces que intentaba hacer películas tuvo un punto de inflexión, una piedra de toque personal. La mía fue y sigue siendo .

Torbellino de película

¿Qué hacer después de una película como La dolce vita, que se ha llevado el mundo por delante? Todos están atentos a cada palabra que pronuncias, esperando ver qué será lo próximo que hagas. Eso mismo fue lo que le pasó a Dylan a mediados de los sesenta tras Blonde on Blonde. Para Fellini y para Dylan, la situación era la misma: habían tocado a legiones de personas, todo el mundo sentía que los conocía, que los entendía, y, a menudo, que eran de su propiedad. Es decir: presión. Presión por parte del público, de los fans, de los críticos y de los enemigos (y los fans y los enemigos a menudo dan la sensación de confundirse en un solo ente). Presión para producir más. Para ir más allá. Presión de uno sobre sí mismo.

Para Dylan y Fellini la respuesta fue volver la mirada adentro. Dylan buscó la simplicidad en el sentido espiritual propugnada por Thomas Merton, y la encontró tras su accidente de motocicleta en Woodstock, donde grabó The Basement Tapes y escribió las canciones para John Wesley Harding.

Fellini vivió su propio episodio a principios de los sesenta e hizo una película sobre su crisis artística. Al hacerlo, emprendió una expedición arriesgada hacia terrenos inexplorados: su mundo interior. Su alter ego, Guido, es un director famoso que sufre el equivalente cinematográfico al miedo a la página en blanco y busca un refugio donde encontrar paz y orientación, como artista y ser humano. Busca una “cura” en un lujoso balneario, donde su amante, su esposa, su ansioso productor, sus hipotéticos actores, su equipo de rodaje y una ­heterogénea procesión de fans y parásitos y clientes del balneario desciende sobre él; entre ellos hay un crítico que proclama que su nuevo guion “carece de conflicto central y premisa filosófica” y se reduce a “una serie de episodios gratuitos”. La presión se intensifica, sus recuerdos de infancia, anhelos y fantasías se manifiestan inesperadamente día y noche y espera a su musa –que viene y va fugazmente manifestándose en la figura de Claudia Cardinale– para “crear orden”.

es un tapiz tejido a partir de los sueños de Fellini. Al igual que en un sueño, todo parece sólido y bien definido por un lado y etéreo y efímero por el otro; el tono cambia constantemente, a veces de modo violento. En realidad, Fellini creó un equivalente visual del monólogo interior que mantiene al espectador en un estado de sorpresa y alerta y una forma que constantemente se redefine a medida que se desarrolla. Básicamente estás viendo a Fellini hacer la película ante tus ojos, porque el proceso creativo es la estructura. Muchos cineastas han intentado hacer algo por el estilo, pero creo que nadie más ha conseguido lo que consiguió Fellini aquí. Tuvo la audacia y el atrevimiento necesarios para jugar con todas las herramientas creativas, de estirar la cualidad plástica de la imagen hasta un punto en el que todo parece existir a un nivel subconsciente. Hasta los fotogramas aparentemente más neutrales, si los miras muy de cerca, tienen un elemento en la iluminación o la composición que te descoloca, que de algún modo está infundido de la consciencia de Guido. Al rato, renuncias a intentar comprender dónde estás, si en un sueño o en un flashback o en la pura y simple realidad. Lo que quieres es seguir perdido y vagar con Fellini, rendido a la autoridad de su estilo.

La película alcanza un pico en una escena en la que Guido coincide con el cardenal en los baños, un viaje al inframundo en busca de un oráculo y un retorno al fango del que provenimos todos. Al igual que durante toda la película, la cámara está en movimiento –febril, hipnótica, flotante, siempre apuntando hacia algo inevitable, algo revelador–. Mientras Guido se abre paso en su descenso, vemos desde su punto de vista una sucesión de personas aproximándose a él, ­algunas dándole consejos para congraciarse con el cardenal y otras ­suplicando favores. Entra en una antesala llena de vapor y se abre camino hasta el cardenal, cuyos asistentes sostienen una sábana de muselina ante él mientras se desnuda y nosotros le vemos solo como una sombra. Guido le dice al cardenal que no es feliz, y el cardenal se limita a dar su inolvidable respuesta: “¿Por qué había de ser feliz? El problema del hombre no es ese. ¿Quién le ha dicho que venimos al mundo para ser felices?”. Cada fotograma de esta escena, cada fragmento de decorado y de coreografía entre cámara y actores, es de una complejidad extraordinaria. Soy incapaz de imaginarme cuán difícil de ejecutar debió de ser. En la pantalla se desenvuelve con tanta gracilidad que parece la cosa más fácil del mundo. Para mí, la audiencia con el cardenal encarna una de las verdades más destacables de : Fellini hizo una película sobre una película que solo podría existir como película y como nada más, ni como pieza musical, ni como novela, poema o baile, solo como obra cinematográfica.

Cuando se estrenó, la gente discutió sobre ella incansablemente: así de dramático fue su efecto. Cada uno teníamos nuestra propia interpretación, y nos pasábamos horas hablando sobre la película, diseccionando cada escena, cada segundo. Claro está que nunca llegamos a una interpretación definitiva, pues la única forma de explicar un sueño es echando mano de la lógica de un sueño. La película no alcanza una resolución, lo que molestó a mucha gente. Gore Vidal me contó una vez que le dijo a Fellini: “Fred, a la próxima, menos sueños, debes contar una historia”. Pero en la falta de resolución es más que adecuada, porque el proceso artístico tampoco tiene resolución: debes seguir adelante. Y cuando acabas, sientes la necesidad de volver a empezar, igual que Sísifo. Y, al igual que descubriera Sísifo, empujar la piedra colina arriba una y otra vez se convierte en el propósito de tu vida.

La película tuvo un impacto enorme en los cineastas. Inspiró Alex in Wonderland, de Paul Mazursky, en la que el propio Fellini hace de Fellini; Recuerdos, de Woody Allen; y All that Jazz, de Fosse, por no hablar del musical de Broadway Nine. Como he dicho, soy incapaz de contar cuántas veces he visto , y no sabría ni por dónde empezar a hablar de las innumerables formas en que me ha influido. Fellini nos enseñó a todos nosotros qué significaba ser un artista, esa irreprimible necesidad de hacer arte. es la expresión más pura de amor al cine de la que tengo conocimiento.

¿Seguir tras La dolce vita? Difícil. ¿Hacerlo tras ? No quiero ni pensarlo. Con Toby Dammit, un mediometraje inspirado en un relato de Edgar Allan Poe (el último de los segmentos que conforman el largometraje colectivo Historias extraordinarias), Fellini llevó al extremo su imaginería alucinada. La cinta es un descenso visceral a los infiernos. En Satiricón, Fellini creó algo nunca visto: un mural del mundo antiguo en forma de “ciencia-ficción invertida”, en sus palabras. Amarcord, su película semiautobiográfica situada en Rimini durante el periodo fascista, hoy es una de sus obras más apreciadas (está entre las favoritas de Hou Hsiao-hsien, por ejemplo), aunque es mucho menos osada que sus películas anteriores. Con todo, es un trabajo repleto de visiones extraordinarias (me fascinó la especial admiración de Italo Calvino hacia la película como retrato de la vida en la Italia de Mussolini, algo que a mí no se me ocurrió). Tras Amarcord, todas sus películas tienen destellos de brillantez, especialmente Casanova. Es una película gélida, más helada que el último círculo del infierno de Dante, y es una experiencia remarcable y estilizada pero indudablemente intimidante. Dio la impresión de ser un punto de inflexión para Fellini. Y, la verdad sea dicha, la horquilla entre los setenta y los ochenta pareció serlo para muchos cineastas en el mundo entero, yo incluido. La sensación de camaradería que todos habíamos sentido, fuera esta real o imaginada, pareció romperse y todos se convirtieron en islotes incomunicados, luchando por hacer su próxima película.

Conocí a Federico lo suficientemente bien como para considerarme amigo suyo. Nos conocimos en 1970, cuando fui a Italia con una colección de cortos que había seleccionado para presentarlos en un festival. Contacté con la oficina de Fellini y me concedieron más o menos media hora de su tiempo. Fue tan cálido, tan cordial. Le conté que en mi primera visita a Roma me los reservé a él y a la Capilla Sixtina para el último día. Aquello le hizo reír. “¿Has visto, Federico? –dijo su asistente– ¡Te has convertido en un monumento aburrido!”. Le aseguré que aburrido era lo único que jamás podría ser. Recuerdo que también le pregunté dónde podía encontrar buena lasaña y me recomendó un restaurante maravilloso –Fellini conocía los mejores restaurantes en todas partes–.

Años después me mudé a Roma y empecé a ver a Fellini con bastante frecuencia. Solíamos cruzarnos y quedar para comer. Siempre fue un showman y con él el espectáculo nunca se detenía. Verle dirigir una película era toda una experiencia. Era como si dirigiera una docena de orquestas a la vez. Una vez llevé a mis padres al set de La ciudad de las mujeres y él correteaba por todas partes, camelando a unos y otros, suplicando, actuando, esculpiendo y ajustando cada elemento de la película hasta el mínimo detalle, ­ejecutando su idea como un torbellino en perpetuo movimiento. Cuando nos fuimos, mi padre dijo: “Pensaba que habíamos venido a sacarnos una foto con Fellini”. “¡Y lo habéis hecho!”, le respondí. Todo sucedió tan deprisa que ni se dieron cuenta.

La era de la diversión visual

En los últimos años de su vida intenté ayudarle a encontrar distribuidor en Estados Unidos para su película La voz de la luna. Tuvo problemas con sus productores en ese proyecto, pues ellos querían un gran vodevil felliniano y él les dio algo mucho más meditativo y sombrío. Ningún distribuidor quería saber nada de ella y me sorprendió ver que nadie, ni siquiera las principales salas independientes de Nueva York, tenía interés en proyectarla. Sus anteriores películas sí, pero no la nueva, que resultó ser su última. Poco tiempo después ayudé a Fellini a conseguir algo de financiación para un proyecto documental que tenía planeado, una serie de retratos de la gente que hace posibles las películas: actores y actrices, cámaras, productores, responsables de localizaciones (me acuerdo de que en el guion provisional de ese episodio el narrador explicaba que lo más importante era organizar expediciones de forma que las localizaciones estuvieran cerca de un buen restaurante). Por desgracia, murió antes de iniciar ese proyecto. Recuerdo la última vez que hablé con él por teléfono. Su voz sonaba tan apagada que supe que ya nos estaba dejando. Fue triste ver cómo esa potencia de la naturaleza se desvanecía.

Todo ha cambiado: el cine y su importancia dentro de nuestra cultura. A nadie puede sorprenderle que artistas como Godard, Bergman, Kubrick y Fellini, que un día reinaron imponentes sobre el séptimo arte como dioses, acabaran relegados a las sombras con el paso del tiempo. Pero a estas alturas no podemos dar nada por sentado. No podemos dejar el cuidado del cine en manos de la industria cinematográfica. En el negocio del cine, ahora del entretenimiento visual de masas, el énfasis siempre está en la palabra “negocio”, y el valor siempre viene determinado por la cantidad de dinero que puede hacerse con determinada propiedad. En ese sentido, todo, desde Amanecer hasta La strada o 2001: una odisea del espacio, está prácticamente empaquetado y listo para ocupar la categoría “Arte y ensayo” de alguna plataforma de streaming. Quienes conocemos el cine y su historia debemos compartir nuestro amor y nuestro saber con la mayor cantidad posible de gente. Y debemos dejarles claro y cristalino a los actuales propietarios legales de esas películas que estas son mucho más que meras propiedades que explotar y dejar tiradas, pues están entre los mayores tesoros de nuestra cultura y merecen recibir un trato acorde.

Supongo que también debemos refinar nuestra idea de lo que es cine y lo que no. Federico Fellini parece un buen punto de partida. Se pueden decir muchas cosas sobre las películas de Fellini, pero hay una que es incontestable: son cine y su obra supuso una contribución enorme a la hora de definir el séptimo arte.

Traducido del inglés por Carles Morera

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Martin Scorsese

Director de cine, guionista y productor.