Una vez más, al dar el pasado 29 de mayo un rotundo no al proyecto de tratado constitucional para Europa, la Francia rebelde hizo honor a su tradición de nación política por excelencia. Sacudió al Viejo Continente, suscitando de nuevo la esperanza de los pueblos y la inquietud de las élites establecidas. Reanudó su misión histórica al dar prueba a través de la acción audaz de sus ciudadanos de que es posible eludir la fatalidad y las pesadeces de los determinismos económicos y políticos.
Porque este no tiene una significación central: es un freno a la pretensión ultraliberal de imponer en todo el mundo, en menoscabo de los ciudadanos, un modelo económico único, el definido por el dogma de la globalización.
Este modelo ya había suscitado resistencias diversas desde mediados de la década de 1990. Por ejemplo, con ocasión del gran movimiento social en Francia en noviembre de 1995. O en Seattle (...)