Manhattan a mediados de julio era agobiante, y las calles estaban invadidas de turistas. No era el mejor momento del año para estar en Nueva York, pero la espejeante torre de vidrio de la sede de las Naciones Unidas parecía hacerme señas. Tuve que pellizcarme para constatar que no soñaba.
Como a muchas personas que pisan por primera vez la ONU, la Asamblea General y el Consejo de Seguridad me impresionaron, pero no tardé en enterarme de que el verdadero trabajo se desarrollaba en una serie de oficinas alineadas como conejeras en lugares prohibidos al público. Los más siniestros y exiguos parecían ser los del Departamento de Operaciones de Mantenimiento de la Paz, o DOMP.
El personal trabajaba en condiciones verdaderamente lamentables: el mobiliario dejaba muy poco espacio para circular, los teléfonos no paraban de sonar, ordenadores antediluvianos se colgaban todo el tiempo (en ciertos casos, los empleados preferían utilizar viejas máquinas (...)