¿Estarán marcados los diez próximos meses de la vida política francesa por una avalancha de sucesos que permitirán mantener una sensación de inseguridad (1) y por dramáticos llamamientos a “bloquear” a una extrema derecha propulsada por ese clima de miedo? Semejante encadenamiento de circunstancias no es una fatalidad, ya que las elecciones presidenciales de 2022 no están escritas de antemano. Efectivamente, sus dos presuntos finalistas, Marine Le Pen y Emmanuel Macron, salen muy debilitados de las elecciones regionales que acaban de concluir. La amplia distancia entre las estimaciones de los sondeos previos y los resultados finalmente obtenidos deberían hacernos desconfiar de sus predicciones en las próximas semanas.
Ciertamente, la excepcional abstención (un 66,72% en la primera vuelta) supone el rechazo a una división territorial tan arbitraria como incomprensible. Pero la huelga de los electores también expresa el hartazgo ante una campaña política enfangada por la demagogia de la extrema derecha, que ha presentado como grandes desafíos del momento la seguridad, la delincuencia y la inmigración, tres ámbitos que, en realidad, quedan fuera del ámbito competencial de las regiones. A pesar de ese condicionamiento mantenido por los medios de comunicación y susceptible de dar impulso al Reagrupamiento Nacional (RN) con vistas a poder a continuación festejar a su adversario de la segunda vuelta la próxima primavera, el partido de Le Pen pierde más de la mitad de sus sufragios respecto de los precedentes comicios regionales (2.743.000 votos frente a 6.019.000 en diciembre de 2015). Semejante resultado no termina de evidenciar la existencia de una acometida fascista en Francia susceptible de conseguir que los electores se acurruquen como ovejas temerosas en torno al buen pastor del Elíseo.
El fracaso –¿provisional?– de la maniobra diseñada por Macron resulta particularmente estrepitoso teniendo en cuenta que varios de sus ministros han mordido el polvo y que los resultados de las formaciones que lo apoyan (un 11% de votos de media, es decir, ¡el 3,66% de los electores inscritos!) rozan la debacle, sobre todo tratándose de partidos que cuentan con la mayoría de escaños de la Asamblea Nacional. Para un presidente al que le encanta el ejercicio solitario del poder –hasta el punto de ser él quien excepcionalmente exime del toque de queda sanitario a los espectadores de la semifinal de un torneo de tenis…–, el rechazo es hiriente.
La abstención y la fuerza de la inercia que se traduce en más votos para los candidatos salientes, sean cuales sean, impiden sacar otras conclusiones de unas elecciones por otro lado caracterizadas por alianzas incoherentes a nivel nacional. Por lo tanto, todo sigue en el aire. Pero, pese a todo, la mera perspectiva de no estar condenado de antemano a escoger siempre entre lo malo y lo peor supone un pequeño rayo de esperanza.