Cualquiera que comprenda mínimamente cómo funcionan las culturas sabe que el hecho de definir una cultura, de decir lo que ésta representa a los ojos de sus miembros, da lugar siempre a una competición mayor y democrática, incluso en las sociedades no democráticas. Es necesario seleccionar autoridades canónicas, someterlas regularmente a la crítica, hacerlas debatir, designarlas nuevamente o despedirlas. Es necesario precisar, discutir y rediscutir la idea del bien y el mal, la pertenencia o la no pertenencia (lo igual y lo diferente) y las escalas de valores; ponerse de acuerdo o no ponerse de acuerdo sobre estas cuestiones, según el caso.
Además, cada cultura define a sus enemigos, lo que existe más allá de su espacio y que la amenaza. Para los griegos, comenzando por Heródoto, cualquiera que no hablara griego era automáticamente un bárbaro, un Otro que era necesario despreciar y combatir. En una obra reciente, Le Miroir d’Hérodote, (...)