Una infancia tranquila y pueblerina. Mujeres extrañas y supersticiosas alrededor. Lo miman. Lo asustan. Un padre ausente que procrea fuera del hogar, huye y arruina negocios imposibles. Pero vuelve. Y el niño enfermizo, soñador, retraído. Todo lo observa.
La abuela materna se llama Tranquilina. La tía se llama Mama. La madre, una mezcla de abuela y de tía. “De noche no se podía caminar por esa casa porque había más muertos que vivos. A mi me sentaban, a las seis de la tarde, en un rincón y me decían: “No te muevas de aquí porque si te mueves va a venir la tia Petra que está en su cuarto, o el tío Lázaro, que está en otro. Yo me quedaba siempre sentado”. Pero ambos, Petra y Lázaro, ya estaban enterrados, sus habitaciones desocupadas y en penumbra. Menos mal que existía el abuelo materno, aquel viejo coronel que vestiría un traje blanco (...)