De todos los dogmas económicos, el del libre cambio es sobre el que los neoliberales son más inflexibles. Formulado hace casi dos siglos por David Ricardo (Principios de la Economía Política y Tributación), en el contexto teórico de la inmovilidad de los factores de producción (capital y trabajo) y de la división internacional del trabajo, es sin embargo presentado como el nec plus ultra de la modernidad y como la receta del desarrollo y del crecimiento. Sus heraldos han tenido éxito en el pulso por perennizarlo en un contexto exactamente contrario al de su concepción: hoy, el capital no conoce ninguna traba a su circulación internacional, y la misma mano de obra es cada vez más móvil. En cuanto a la división internacional del trabajo, es un concepto que pertenece al pasado, con la multiplicación de empresas utilizando tecnologías punta en los países de salarios bajos.
He aquí lo que debería descalificar intelectualmente al librecambismo. Pues nada de eso. Al contrario, constituye los cimientos mismos de la Unión Europea, que hace de la libre circulación de capitales, bienes y servicios tres de sus “libertades fundamentales” (siendo la cuarta la circulación de las personas). También en su nombre, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) han impuesto a los países del Sur políticas que se han revelado, casi siempre, como desastrosas. Hasta tal punto que sus propagandistas de antaño se han vuelto discretos.
Es la Organización Mundial del Comercio (OMC), que sucedió en 1994 al Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles Aduaneros (GATT), quien acaba de definir y poner en marcha los principios del libre cambio a escala planetaria y de suprimir gradualmente todas las derogaciones y exenciones, arancelarias u de otro tipo, de las que algunos países (los más pobres) podían beneficiarse. Partiendo del principio según el cual, en la competición sobre los mercados mundiales, Estados Unidos y Alemania están en pie de igualdad con Malí y Paraguay, no puede haber proteccionismo justificado.
La Unión Europea está dispuesta a ayudar a la OMC al imponer a los setenta y nueve países llamados ACP (África, Caribe, Pacífico) disposiciones mal llamadas acuerdos de partenariado económico (APE). Salidos del acuerdo de Cotonou de junio de 2000, los APE anuncian regímenes preferenciales que la Unión adoptaba para los países ACP desde 1975 (convenciones de Lomé) en razón de su debilidad económica. Para ella, las reglas de la OMC deben, a partir de este momento, aplicarse a todo el mundo, a los poderosos y a los pobres. El comisario europeo de Comercio, Peter Mandelson, resumió el nuevo estado de ánimo europeo al declarar el 4 de octubre de 2006: “Si nuestra potencia económica está basada en el comercio, nuestra prosperidad está directamente ligada a la apertura de mercados a los que nosotros tratamos de vender”. Comprendidos, por descontado, los mercados de los países ACP.
Mandelson habría sentido que cedía el suelo bajo sus pies si hubiera conocido el contenido de la única organización intergubernamental de cooperación económica en desacuerdo con el librecambismo: la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA). Puesta en marcha en diciembre de 2004 entre Cuba y Venezuela, se ha ampliado con Bolivia y Nicaragua. Reconoce las asimetrías y las complementariedades entre Estados miembro y subordina los flujos comerciales a otros objetivos: derecho a la alimentación, a la sanidad, a la educación, al empleo, etc.
La OMC, confortada por la Unión Europea en la universalidad de sus principios, no está sin embargo bajo la dependencia exclusiva de las potencias occidentales y Japón, a pesar de que, en apariencia, todas las decisiones se tomen con su consenso. Los grandes países “emergentes” –Sudáfrica, Nigeria, Brasil, la India, con China a la cabeza– han bloqueado, hasta hoy, cualquier acuerdo de la Ronda de Doha con la Unión Europea y Estados Unidos. Seguidos por países de menor envergadura, no dudan en utilizar los mismos mecanismos de la OMC, en el seno del Órgano de Solución de Diferencias (OSD), para hacer valer sus derechos comerciales frente a los Estados del Norte y a veces conseguir condenar a estos últimos.
Así pues la OMC es la única institución internacional que dispone, con el ORD, de un brazo armado para las sentencias ejecutorias. Frente a la “ley de la jungla”, como en el artículo la considera Monique Chemiller-Gendreau, esta regulación jurídica constituye un progreso.