Como fuerza política, la ecología no siempre es fácil de situar. Entre apropiaciones reaccionarias y ausencia asumida de una crítica clara del capitalismo, no existe evidencia alguna que obligue a designarla como un movimiento inmediata e intrínsecamente de izquierdas. En su ensayo Écofascismes (1), el investigador en geografía política Antoine Dubiau señala muy acertadamente que la extrema derecha de Francia y de otros países del norte y centro de Europa ha sentado sus reales ideológicos en la cuestión medioambiental. Por ejemplo, el teórico de la Nueva Derecha Alain de Benoist ha dirigido la evolución de parte del movimiento reaccionario hacia la crítica al consumismo y la defensa del etnodiferencialismo. Abanderada especialmente por la revista Limite (2015-2022), la llamada ecología “integral” de la extrema derecha descansa en la afirmación de un necesario “arraigamiento” de las comunidades humanas. Desde esta perspectiva, la naturaleza se convierte en un principio ineludible que organiza y jerarquiza a los seres humanos.
Mantener la idea de una ecología políticamente de izquierdas tampoco es una obviedad a poco que examinemos los intentos por conciliar la defensa del medio ambiente con los principios de un socialismo descafeinado. El ensayista y líder político Paul Magnette, que ha sido elegido presidente del Partido Socialista belga en 2019, propone en La Vie large (2) combinar las coordenadas ideológicas de la justicia social y la protección del medio ambiente. El proyecto tropieza con la cuestión de los medios concretos de su aplicación. Por ejemplo, “compartir el poder en la empresa”, esperando así convertir en virtuosas las actividades mercantiles, y considerar las luchas ecológicas locales como un medio para abrir alguna brecha en la lógica del capitalismo global, parecen opciones bastante inofensivas frente a las empresas económicas liberales que hacen del saqueo de la naturaleza el principio de su perpetuación. Imaginarse que las resistencias localizadas acabarían entorpeciendo la mecánica del capitalismo globalizado es desconocer la fuerza de los intereses en juego.
El filósofo Pierre Charbonnier es otro que acomete una reevaluación del socialismo ecológico. Abondance et liberté (3) pretende ofrecer una amplia reflexión sobre la forma en que las promesas de la modernidad, enunciadas en el siglo XVIII, han vinculado por mucho tiempo los principios políticos de autonomía individual con la disponibilidad relativa de los recursos. Sin embargo, la tesis está basada en conceptos “extensivos” (“gruesos como dientes huecos”, según la expresión de Gilles Deleuze): abundancia y libertad (esta confundida a veces con la emancipación) forman categorías huérfanas de historicidad. La idea central del libro es la de una disociación moderna y liberal entre las condiciones sociales de existencia y la matriz material que las hace posibles. Hugo Grocio, John Locke, Johann Fichte, François Guizot, Alexis de Tocqueville, Karl Marx, Thorstein Veblen y otros son llamados a comparecer con el mandato de secundar la historia de esta ficción de un vínculo esencial entre abundancia y libertad. Pero el favorito de Charbonnier es, al parecer, Karl Polanyi: su socialismo sería la clave para remediar las asimetrías impuestas por la dominación colonial y científica del mundo occidental. Sin embargo, una vez más, el capitalismo parece ser el factor ausente de la ecuación. Aunque aparece aquí y allá como ilustración de las ideologías extractivistas, por ejemplo, nunca es objeto de un análisis longitudinal. Sus mecanismos siguen siendo opacos y los puntales sobre los que se sustenta su dominación, curiosamente, no aparecen. Desde este punto de vista, estas propuestas no resuelven en absoluto la contradicción abierta por los partidarios del decrecimiento entre las condiciones de existencia y los recursos materiales disponibles.
Frente a aquellos que amenazan con desvirtuarla, la ecología política emancipadora no puede conformarse con evasivas sobre la lógica capitalista y sobre cómo superarla.