Cuando en un país, un grupo de policías detiene a cuarenta y tres estudiantes, los hace desaparecer y los entrega a un grupo criminal organizado vinculado a la droga, para que este último, a modo de “lección”, los asesine, una constatación se impone: el Estado ha mutado en narcoestado, un sistema donde el crimen organizado y el poder político son indisociables.
Cuando esas mismas fuerzas del orden disparan con metralletas a estudiantes, matan a seis de ellos y hieren gravemente a otros seis, cuando estas capturan a uno de esos jóvenes, le arrancan la piel de la cara, le quitan los ojos y lo dejan tendido en la calle para que sus compañeros lo vean, otra evidencia aparece: ese narcoestado ejerce una forma de terrorismo.
Todo eso ocurrió en el sur de México, en Iguala, tercera ciudad del Estado de Guerrero. La policía agredió allí salvajemente a un grupo de estudiantes de (...)