Es comprensible que muchos responsables políticos de ambos lados del Atlántico, y especialmente los de Europa, sigan sintiendo nostalgia de la Guerra Fría pasadas tres décadas de la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética (URSS).
Durante décadas, habían empleado una tabla de análisis para analizar la situación internacional de la época, que la Casa Blanca les había proporcionado llave en mano: por un lado, y a grandes rasgos, Occidente (incluyendo a Japón) con la OTAN como su brazo armado; por el otro, la URSS y sus satélites (el Imperio del Mal según Ronald Reagan). En medio se situaba el Movimiento de Países No Alineados, un conjunto heteróclito de Estados cuyas simpatías se disputaban las dos superpotencias de la época. Gracias a la doctrina de la “destrucción mutua asegurada” (MAD) en caso de un ataque nuclear desencadenado por Moscú o Washington, esta configuración constituyó paradójicamente un factor de estabilidad y de limitación de la intensidad de la confrontación entre los Estados-cliente de cada uno de los dos bloques.
Si bien es muy diferente de aquella situación, el actual panorama político internacional toma prestada su matriz: una suerte de guerra fría, esta vez –de manera accesoria– entre Estados Unidos y Rusia, y principalmente entre Estados Unidos y China. Es evidente que esta nueva estructuración de las relaciones internacionales no tiene en consideración todas las situaciones y conflictos (no sólo los armados) que se están produciendo en Oriente Próximo y en Asia Oriental, entre otros lugares. También ignora la dimensión planetaria de la emergencia ecológica y los riesgos para la salud de los que la pandemia fulminante de la covid-19 representa tan sólo un pequeño aperitivo.
No podemos contar con Donald Trump, Vladímir Putin o Xi Jinping para tomar iniciativas de envergadura en estas áreas. Por otra parte, se podría esperar que la Unión Europea (UE) ocupara el espacio que ha quedado desierto para erigirse como la abanderada de un modo de desarrollo compatible con lo que un gran número de científicos ya no temen en calificar como la supervivencia del planeta.
La UE ha tenido que recorrer un largo camino. Ciudadela del neoliberalismo, recientemente ha tenido que integrar en su léxico, si no en sus políticas, conceptos tan sulfurosos para ella como son nación, autonomía estratégica, estatalidad, soberanía e incluso proteccionismo. A medida que estos conceptos se han ido incorporando al debate público europeo, hasta ahora bloqueado por la ideología neoliberal, otros pilares de la construcción europea han emprendido un cambio de rumbo de 180 grados al adoptar medidas que son opuestas a las que se habían fijado implementar. El pánico (justificado) a un colapso de la economía europea a raíz de la pandemia ha eliminado de un plumazo todos los obstáculos políticos y legales para una inyección masiva de fondos procedentes de los Gobiernos e instituciones de la UE: Comisión, Banco Central Europeo (BCE), Banco Europeo de Inversiones, Mecanismo Europeo de Estabilidad. Se han quedado en un segundo plano el techo máximo del 3% del déficit público nacional, la prohibición de las subvenciones a las empresas en nombre de una competencia “libre y sin distorsiones”, y la financiación de los Estados a través del BCE.
La UE se enfrenta a una elección histórica: o bien utiliza los considerables medios de los que ella misma se ha dotado para salvar simplemente de forma temporal un sistema que transita de crisis en crisis, al tiempo que pinta de verde sus políticas actuales; o bien se fija unas ambiciones que se sitúen a la altura del desafío ecológico y se compromete a replantear de manera radical este sistema.