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Veinticinco años antes que los estadounidenses, otra retirada sin gloria

Repaso a la experiencia comunista en Afganistán

Cuando Le Monde le preguntó sobre la retirada, prevista para 2014, de las tropas occidentales de Afganistán, el embajador ruso en Kabul no pudo evitar evocar la experiencia –y los errores– de la Unión Soviética en los años 1980. Pero hace treinta años, la URSS se apoyaba en un movimiento comunista autóctono. Éste, indómito y dividido, precipitó a Moscú a un conflicto mortífero.

por Christian Parenti, septiembre de 2012

Frente a las casas de té y a los puestos ambulantes de Kabul, se puede ver a veces el retrato de un hombre severo de cara redonda, con bigote y cabello negro. Es el retrato de Mohamed Nayibullah, último presidente comunista del país. Miembro del Partido Democrático Popular de Afganistán (People’s Democratic Party of Afghanistan, PDPA) desde finales de los años 1960, dirigió durante mucho tiempo la policía secreta antes de convertirse, en 1986, en jefe de Estado. Después de la retirada de las fuerzas soviéticas, en 1989, Nayibullah se instaló en el poder durante tres años, muriendo a manos de los talibanes en 1996.

Ante la pregunta a los habitantes de Kabul sobre estos carteles y tarjetas postales en homenaje al ex dirigente, todas las respuestas se parecen. Para algunos, Nayibullah “era un Presidente fuerte, teníamos un ejército poderoso”; para otros “en esa época, todo funcionaba bien, Kabul era limpio”. El propietario de una casa de té explica simplemente que “Nayib combatió a Pakistán”. Así, no se acuerdan tanto del “comunista” –un término vago para muchos afganos– como del modernizador y del patriota.

Para comprender las razones que hicieron de Nayibullah un símbolo semejante, hay que situarse en la historia de las relaciones de la Unión Soviética con Afganistán. El interés de la URSS por esta región no empieza con la Guerra Fría. Desde los años 1920, ya combatía a los rebeldes musulmanes en las zonas limítrofes de Asia central. En la década siguiente, aplastaba a estos basmaci (bandidos) con la ayuda del Ejército Real Afgano. La estabilidad del país se consideraba entonces un desafío crucial para la seguridad del Asia central soviética. A comienzos de los años 1950, Afganistán estaba entre los cuatro países más favorecidos por la ayuda de Moscú, que enviaba ingenieros al país e invitaba a miles de estudiantes, técnicos y militares a Rusia para formarlos.

A su vez, a finales de esa década, Estados Unidos dirigía la mirada hacia Afganistán. Se instalaba así la competencia entre las dos superpotencias, que rivalizaban en generosidad para “ayudar” a la población local (1). Los estadounidenses levantaron un dique sobre el río Heldman con el fin de irrigar y alimentar de electricidad a las regiones desérticas del Sur; los rusos construyeron el túnel de Salang –uno de los más altos del mundo– para unir las regiones del Norte y del Sur. Los primeros proveyeron la electrónica, los sistemas de comunicación y el radar del aeropuerto de Kabul; los segundos, la infraestructura.

Resulta increíble que los primeros jefes de los mujaidines (los partidarios de la lucha contra los soviéticos), entre los cuales estaba Ismaïl Khan –que empezó la rebelión en Herat en 1979–, eran ex militares formados en la URSS. Y a la inversa, gran parte de los intelectuales afganos, como el Primer Ministro Hafizullah Amin, estudiaron en Estados Unidos antes de convertirse en militantes comunistas y, más tarde, en miembros del Gobierno.

El golpe de Estado comunista de marzo de 1978 fue la consecuencia indirecta de una revuelta precedente. A partir de 1969, en efecto, Afganistán sufrió varios años de sequía y de hambruna. El pueblo murió de hambre, literalmente, cuatro años después en la provincia de Ghor, en el centro del país. El general Mohamed Daud depuso a su primo –el rey Mohamed Zahir Chah–, suprimió la monarquía, y estableció luego un gobierno republicano. En 1973 se convirtió en el primer presidente de la República de Afganistán.

Una vez en el poder, Daud perpetuó lo que era entonces una política económica bastante ampliada, recurriendo a la planificación y a la inversión pública para construir un sector industrial privado y crear un mercado interno. En el tratamiento de sus enemigos políticos –los islamistas y los comunistas, opuestos entre ellos– mezcló la represión y la cooptación. Pero la hostilidad creciente condujo a ciertos islamistas como Tayik Ahmed Chah Massud y el Pathan Gulbuddin Hekmatyar a exiliarse en Pakistán.

La violencia del régimen precipitó también los acontecimientos de 1978, ese “asunto improvisado con prisas”, según las palabras de Jonathan Steele (2). El 17 de abril, Mir Akbar Khyber, un miembro influyente y apreciado del PDPA fue asesinado en plena calle. Las miradas se dirigieron enseguida hacia el gobierno. Dos días más tarde, el PDPA organizó una manifestación de protesta que reunió cerca de quince mil personas y que terminó en redada policial. Temiendo que esto fuera el preludio de su exterminio, los militares comunistas atacaron el palacio presidencial, mataron a Daud y tomaron el poder.

Los dirigentes soviéticos, en particular los del KGB instalados en Kabul, se mostraron sorprendidos. Según ellos, ni Afganistán estaba maduro para el socialismo ni el PDPA listo para gobernar. El partido, en efecto estaba desgarrado entre dos facciones. El Khalq (“la Nación”) era la facción mayoritaria y radical, que organizó el golpe de Estado. Obtuvo su apoyo de la población que hablaba el pastún y que se instaló poco tiempo antes en las ciudades para encontrar trabajo y acceder a la educación. En cuanto al Parcham (“el Estandarte”) era una franja minoritaria y moderada anclada en las clases medias urbanas que hablaban el dari.

El comienzo del reinado de Khalq fue cruento. Cuarenta generales y aliados políticos de Daud, entre los cuales se contaban dos ex primeros ministros, fueron ejecutados sumariamente. Entre otras personas arrestadas o asesinadas hay islamistas, maoístas y hasta miembros del Parcham. Esta violencia suscitó la preocupación de los soviéticos. A pesar de algunas reformas progresistas –prohibición del matrimonio de los niños, reducción de la dote, anulación de los préstamos inmobiliarios rurales, campaña de alfabetización para los hombres y las mujeres (cada grupo era educado separadamente), reforma agraria, etc.–, algunos errores de gestión provocaron la reacción brutal de una parte de la población (3).

Saleh Mohamad Zeary, un viejo dirigente comunista a quien Steele localizó en un modesto edificio de Londres explicó la resistencia en estos términos: “Al principio, los campesinos estaban felices, pero cuando supieron que éramos comunistas, cambiaron de actitud. El mundo entero estaba en contra nuestra. Dijeron que no creíamos en el islam y no se equivocaban. Veían que no se rezaba. Se liberó a las mujeres del peso de la dote y dijeron que éramos partidarios del amor libre”. Otro antiguo miembro del PDPA, también instalado en la capital británica, recuerda que los dirigentes del partido en el poder “querían erradicar el analfabetismo en cinco años. Era ridículo. La reforma agraria no era popular. Promulgaban decretos aparentemente revolucionarios que querían aplicar por la fuerza. La sociedad no estaba lista. El pueblo no había sido consultado”.

Las reformas del PDPA, concebidas de forma urgente, estuvieron signadas por la eterna división de la sociedad afgana entre la ciudad y el campo. Los jóvenes habitantes de la ciudad, idealistas y educados, no comprendían el mundo rural y deseaban remodelarlo, mientras que los habitantes de los poblados de paredes de adobe no mostraban ninguna simpatía por la burocracia urbana. No sorprende entonces que las dimensiones sociales y culturales de las reformas hayan sido mal recibidas, pues amenazaban tanto los privilegios de los mulás, de los maliks (jefes de los poblados) como de los grandes propietarios; más perturbador es que los aspectos económicos progresistas del programa fueran también rechazados por un campesinado devoto.

Aunque pobre y desigualitario, el Afganistán de los años 1970 no sufrió la concentración agraria que caracterizaba, por ejemplo, a la China y al México prerrevolucionarios. Como lo explica Steele, los campesinos tenían a menudo “lazos religiosos, clánicos y familiares con los propietarios y no estaban listos como para pasar por encima de su autoridad”. La sociedad rural, que siempre gozó de cierta autonomía en relación con Kabul, se sintió amenazada. Se volvió progresivamente hacia la resistencia armada y se unió a los partidos islamistas que habían huido a Pakistán durante la represión orquestada por Daud.

Para el PDPA algunos errores técnicos empeoraron aun más la situación. En su apuro, los comunistas de Kabul redistribuyeron la tierra, pero no el agua: una falta que reveló su ignorancia de la agricultura local. Eliminaron el sistema de préstamos financieros inicuos de los bazares, pero no establecieron programas de crédito de reemplazo para ayudar a los campesinos más pobres. Por su lado, los soviéticos no cesaron de invitar a Kabul a abandonar o a diferir las reformas más radicales.

Los comunistas no son los primeros modernizadores afganos en conocer las contrariedades. El “príncipe rojo”, Amanullah Kahn, que expulsó a los británicos en 1919, fue destronado diez años más tarde por una rebelión tribal que se oponía a su política de modernización de inspiración kemalista. Kahn había impuesto una reforma agraria mínima, había dado el derecho de voto a las mujeres y comenzado a educar a las niñas. La elite rural apreció las hermosas carreteras, pero no los impuestos para financiarlas; los habitantes del campo aceptaron las mejoras agrícolas y la educación, pero no el ataque al patriarcado.

Cincuenta años más tarde, el PDPA enfrentó el mismo tipo de resistencia religiosa. Para intentar sofocarla, los dirigentes comunistas no dudaron en manifestar –al menos en público– una repentina piedad, rezando y asistiendo a la mezquita. Esfuerzos tardíos e insuficientes: en marzo de 1979, los oficiales islamistas de Herat se rebelaron, sin duda inspirados por la revolución iraní: un mes antes, el Shah huyó de Irán y el imán Ruhollah Jomeini volvió a Teherán.

La sublevación y su aplastamiento militar, en el que participaron pilotos soviéticos, no fueron tan sangrientos como se dijo a menudo: “Aunque la prensa y algunos historiadores occidentales continúan afirmando que los rebeldes masacraron hasta a un centenar de ciudadanos soviéticos que residían en Herat”, afirma Rodric Braithwaite, “el total de las víctimas soviéticas no parece haber superado las tres”. En cuanto al bombardeo intensivo de la ciudad por el gobierno comunista, no provocó tampoco miles de víctimas.

Después de Herat, otras guarniciones se sublevaron. No contentos con enviar nuevos consejeros a Afganistán, los soviéticos establecieron un plan de despliegue de sus fuerzas terrestres. A partir del verano, desde Pakistán, Estados Unidos proveyó el dinero y las armas a los muyahidin con el fin de preparar ataques contra las fuerzas gubernamentales y la infraestructura pública. Mientras tanto, el conflicto dentro del PDPA se agravaba: las diferencias personales e ideológicas originaron enfrentamientos entre el Khalq y el Parcham, lo mismo que dentro del propio Khalq. En septiembre de 1979, el presidente Nur Mohamed Taraki fue atado a una cama y ahogado con una almohada: un asesinato ordenado por el Primer Ministro Hafizullah Amin, su camarada y competidor dentro del Khalq. Los funcionarios soviéticos, que consideraban a Taraki como el más flexible de los dos rivales, se alarmaron con este crimen. La paranoia se apoderó del Kremlin, donde se temía que el asesino fuera un agente de Estados Unidos.

Una vieja historia cuenta que, en los años 1960, Amin realizó un doctorado en la universidad de Columbia, en Nueva York, donde dirigía el sindicato de los estudiantes afganos, y ya se decía de él que estaba en componendas con la Central Intelligence Agency (CIA). Steele observa que Amin admitió también haber recibido dinero de los servicios secretos estadounidenses antes de la revolución. Braithwaite cuenta que hasta el embajador de Estados Unidos Adolph Dubs, después de haberse encontrado con él en varias ocasiones, había preguntado a la CIA si se trataba de un informante. Probablemente, Amin sólo seguía el camino elegido por todos los dirigentes afganos: para gobernar este Estado-tampón, había que navegar entre las grandes potencias.

Durante la crisis de 1979, el gobierno comunista solicitó en trece oportunidades una intervención militar soviética. En respuesta, Moscú expuso buenas razones para no desplegar fuerzas terrestres. “Hemos estudiado con atención todos los aspectos de esta acción y hemos llegado a la conclusión de que si hiciéramos intervenir a nuestras tropas, no solamente la situación de su país no mejoraría, sino que se agravaría”, declaraba por entonces un dirigente soviético. Pero el asesinato de Taraki cambió la situación. El 40º cuerpo del Ejército Rojo que fue enviado a Afganistán, llegó en diciembre de 1979 con la misión no de ayudar a Amin, sino de asesinarlo. El 27, las fuerzas especiales soviéticas atacaron el palacio presidencial y mataron al presidente en ejercicio desde hacía sólo cuatro días. Babrak Karmal, el dirigente sustituto elegido por los soviéticos, pertenecía al ala moderada del PDPA. Lunático, paranoico, manifestaba una inclinación por la bebida que agravaba aun más su incompetencia.

A pesar de que los soviéticos enviaron técnicos y consejeros civiles idealistas, Karmal no logró ganar adeptos entre los musulmanes rurales, de manera que la capacidad de acción del Estado siguió siendo limitada. En julio de 1979, Estados Unidos armó a los siete partidos de los muyahidin, extremadamente opuestos al PDPA, y no consiguió arreglar nada. Ampliamente financiada por el Gobierno saudí y abastecida clandestinamente por Washington por iniciativa de la CIA, esta ayuda militar fue controlada atentamente por Islamabad. Moscú y Washington pensaban inicialmente que la intervención duraría seis meses, que la población afgana –por lo menos en las ciudades– brindaría un buen recibimiento a los rusos y se alegraría del fin del reinado de Amin. Sin embargo. los rusos se embarcaron en una guerra que duraría nueve años.

Muchos militares soviéticos creyeron sinceramente en su “deber internacionalista”, de la misma manera que algunos estadounidenses consideran actualmente su guerra en Afganistán como una ayuda saludable otorgada a un país atrasado presa de una auténtica amenaza terrorista. A imagen de sus homólogos de Estados Unidos, las tropas de la URSS comprometidas en Afganistán pertenecen sobre todo a la clase obrera y vienen en su mayoría de los campos y de las pequeñas ciudades; sólo la Fuerza Aérea, el KGB y las unidades médicas cuentan con soldados de las capas más favorecidas de la sociedad rusa.

El verdadero objetivo del 40º cuerpo del ejército era ganarse los corazones y las mentes. No lo consiguió: cuando sus adversarios pusieron en dificultad a las Fuerzas Terrestres de los gobiernos soviético y afgano, se llamó en refuerzo a la aviación y la artillería; y si los muyahidin tiraban desde los poblados, estos eran bombardeados y destruidos. Braithwaite desmiente las versiones que hablan del uso por parte de los soviéticos de armas químicas o de juguetes-bomba: contrariamente a lo que afirmaba el discurso mediático de 1980, su brutalidad hacia los civiles no constituía un objetivo, sino uno de los efectos indeseables, previsibles e inexcusables de su política. Han juzgado a cientos de soldados por crímenes que van de la violación al asesinato, del consumo de droga al robo pasando por la persecución. Pero no pudieron o no quisieron poner límites a los malos tratos del Khad (servicio de información): alrededor de 8.000 afganos fueron ejecutados por el gobierno PDPA, y otros varios miles fueron hechos prisioneros y maltratados.

Cuando en 1985 Mijaíl Gorbachov fue nombrado a la cabeza del Partido Comunista de la Unión Soviética, el poder se convenció de la necesidad de la retirada de Afganistán. Una vasta campaña contra la guerra, llevada a cabo por las familias de los soldados, los veteranos e incluso oficiales en ejercicio, impulsó a Moscú en esa dirección. La Perestroika y la Glasnost (4) estaban en el aire y, en Afganistán, Nayibullah, que acababa de ser nombrado presidente de la República se alejaba cada vez más del marxismo-leninismo en favor de un nacionalismo pragmático. En 1988, rebautizó el PDPA con el nombre de Watan (“Patria”). Al final de su mandato, pensaba incluso confiar el puesto de ministro de Defensa al comandante Massud.

Estas inflexiones, que empezaron con la partida de Karmal y el ascenso de Nayibullah, son parte de una política oficial llamada “Reconciliación Nacional”. En su obra A Long Goodbye, el historiador Artemy Kalinovsky ofrece una buena perspectiva de los aspectos diplomáticos de estos últimos intentos de estabilización. “De 1985 a 1987, la política afgana de Moscú, estaba guiada por la voluntad de poner término a la guerra sin sufrir una derrota”, escribe Kalinovsky. “Gorbachov se inquietaba casi tanto como sus predecesores del desgaste que una retirada apresurada podría causar al prestigio soviético, particularmente frente a sus socios del Tercer Mundo. Sin embargo, también se había comprometido a terminar la guerra, y su Politburó lo sostenía en este sentido. Esto implicaba cambiar nuevos enfoques para instalar en Kabul un régimen viable, que pudiera perdurar después de la partida de las tropas soviéticas” (5).

La política de “Reconciliación Nacional” necesita para tener éxito la cooperación de Estados Unidos, principal protector de los muyahidin. Desgraciadamente para Afganistán y para los soviéticos, la Administración de Reagan estaba dividida entre los bleeders (duros) y los dealers (blandos). El secretario de Estado George Shultz era uno de los principales dealers, partidarios de un compromiso con la URSS. Su posición era simple: si el Ejército Rojo se retiraba de Afganistán, Estados Unidos debía cesar de ayudar a los muyahidin. Pero los bleeders, muy presentes dentro de la CIA y del “lobby afgano” en el Congreso estadounidense, no lo comprendían así: condicionaban el fin de la ayuda a los muyahidin a la detención pura y simple de toda forma de apoyo soviético al Gobierno de Nayibullah. Al final ganaron la causa.

En febrero de 1989, el último carro de combate soviético atravesó el puente de la Amistad, al norte del río Amu Darya. Pero Moscú continuaba ayudando a Nayibullah, y el gobierno afgano tomó a todos por sorpresa. En marzo de 1989, sus tropas, que ahora combaten solas, rompían el sitio mujaidín de Jalalabad, en las proximidades de la frontera paquistaní. Si los insurgentes hubieran logrado tomar esta ciudad, Kabul habría sido su próximo objetivo. Como consecuencia, los siete partidos mujaidines, a pesar de su soberbio comportamiento en el campo de batalla, quedaron fragmentados e incoherentes estratégicamente.

Según Braithwaite, Eduard Chevardnadze, que no quería ser el primer ministro soviético de Asuntos Exteriores en sufrir una derrota, fue el más ferviente apoyo de Nayibullah. Estaba persuadido de que los afganos podrían combatir indefinidamente gracias al flujo de petróleo y de armas provenientes de la URSS. Efectivamente, Nayibullah pudo sostenerse tres años más. Pero cuando Boris Yeltsin desplazó a Gorbachov y la URSS se derrumbó, el flujo vital de la ayuda se interrumpió.

La derrota soviética en Afganistán no provocó la caída de la Unión Soviética como se piensa con frecuencia. Hasta sucedió lo inverso. Así como lo explicó recientemente el semanario The Economist, “el sistema soviético se derrumbó cuando los principales dirigentes decidieron utilizar como moneda de cambio sus privilegios y transformarlos en propiedad” (6). Hecho esto, con Yeltsin en el poder, el régimen de Nayibullah se desplomó. Si confiamos en Braithwaite, Yeltsin, como presidente de Rusia habría entablado contactos secretos con los mujaidines antes de la caída de Gorbachov. Por otra parte, tan pronto se interrumpió el abastecimiento ruso, Abdul Rachid Dostom, uno de los principales generales de Nayibullah, pasó al campo de los rebeldes (7).

Finalmente, el presidente fue derrocado en abril de 1992. Diversos grupos de guerreros santos y de fanáticos etno-nacionalistas acudieron a Kabul. Después de una corta experiencia de gobierno conjunto, las facciones entraron en conflicto, mientras que los últimos miembros del PDPA huyeron del país o entraron en la clandestinidad. Nayibullah intentó ganar Moscú, pero los hombres de Dostom le impidieron llegar al aeropuerto.

En el curso de los cuatro años que siguieron, Kabul cayó en la barbarie. Los grupos mujaidines en guerra hundieron al país en la oscuridad, tanto en sentido propio como figurado: los faroles y la corriente de los buses eléctricos fueron saqueados; los servicios públicos dejaron de funcionar. Los combates entre facciones cubrieron la mitad de la ciudad, estimándose en cien mil el número de muertos, en su mayoría civiles. En cuanto a Nayibullah quedó encerrado en un recinto de la ONU. Cuando los talibanes finalmente tomaron la ciudad, en 1996, capturaron al ex presidente, lo golpearon, lo torturaron y lo castraron antes de fusilarlo. Su cadáver fue arrastrado por las calles, después fue colgado de un farol.

Mientras las fuerzas de la OTAN ocupan Afganistán, se encuentran todavía retratos de Nayibullah en las calles de Kabul. ¿Por qué? Hoy como ayer, la guerra opone no sólo a los invasores y los afganos, sino también a los afganos mismos –las poblaciones de las ciudades, favorables a la modernización (aun a marcha forzada), y las del campo, opuestas al cambio. Otra similitud: cada fuerza cuenta con poderosos aliados extranjeros. Durante la Guerra Fría, los soviéticos sostenían a Kabul, mientras que Estados Unidos y Pakistán apoyaban a los rebeldes; hoy, otras preocupaciones conducen a Estados Unidos a defender a los aspirantes-reconstructores de Kabul (la mayoría de los cuales son los mismos que trabajaban para Nayibullah), mientras que Pakistán, vasallo favorecido y aliado simbólico de Estados Unidos, continúa sosteniendo a los rebeldes religiosos y tradicionalistas.

Existe una clase de ciudadanos afganos para la cual la cuestión política central siempre estuvo presente: “Poco importa la ideología, pero ¿habrá electricidad?” Se trata de personas que han intentado extender el control de Kabul sobre el campo y que, desde los años 1920, fueron sistemáticamente confrontados a una oposición violenta. Al principio su bandera fue la monarquía constitucional, después la república presidencial, el socialismo a la soviética, y finalmente el nacionalismo extremo de Nayibullah. Hoy experimentan la democracia liberal extremadamente imperfecta impuesta por la OTAN.

Sin duda por todas estas razones se muestran siempre retratos de “Nayib” en Kabul: porque su visión del mundo, a pesar de todos estos defectos, incluía la electricidad. Lamentablemente, los electrones no son conducidos por la guerra.

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P.-S.

Una versión de este artículo fue publicada en The Nation (Nueva York), el 17 de abril de 2012.

(1) Véase René Vermont, “L’Afghanistan face à la URSS et aux Etats-Unis”, Le Monde diplomatique, París, agosto de 1967.

(2) Este artículo se basa especialmente en la información presentada por Rodric Braithwaite, embajador británico en Moscú de 1988 a 1992, en Afgantsy: The Russians in Afghanistan, 1979-89, Oxford University Press, Nueva York, 2011, y por el ex periodista de The Guardian Jonathan Steele en Ghosts of Afghanistan. The Haunted Battleground, Portobello Books, Londres, 2011. Las referencias a los trabajos de estos dos autores remiten a estas obras.

(3) Véase Jean-Alain Rouinsard y Claude Soulard, “Les premiers pas du socialisme en Afghanistan”, Le Monde diplomatique, París, enero de 1979.

(4) Perestroika (“Reestructuración”): conjunto de reformas emprendidas bajo la dirección de Gorbachov; Glasnost (“transparencia”): política de libertad de expresión y de información adoptada en el mismo periodo.

(5) Artemy Kalinovsky, A Long Goodbye. The Soviet Withdrawal from Afghanistan, Harvard University Press, 2011.

(6) “The long life of Home sovieticus”, The Economist, Londres, 10 de diciembre de 2011.

(7) Véase Selig S. Harrison, “L’Afghanistan s’installe dans la fragmentation”, Le Monde diplomatique, París, enero de 1992.

Christian Parenti

Periodista.