En constante movimiento, la pluralidad, el vacío sensible de lo escrito, lo ordinario interrumpido por el oportuno destello: “Estrechemos el cerco / para / dar caza / a / algo”. Claro el mensaje del poemario La silva, oscura la invitación a la permeabilidad del sentimiento distanciado, desconectado, ajeno. Cautivo el presente, libre el escrutinio de la luminosidad, “un raspar, / arañazos” que pretenden llenar el hueco mediante el proyecto a solas de una página en blanco que explora lo que no conocemos, “hebras tuyas/ mío el tesoro”, inmersivo el recuento que se olvida. Cuestiona la poeta Teresa Soto (Oviedo, 1982) “si no está de más afilar lápices”. Genera conexiones, insiste en los misterios, inventa “los ancestros/ y cualquier cosa que haga falta/ para justificar mi diferencia/ mi claro disentir/ desde el centro de la mesa”.
La autora de Erosión en Paisaje (2011), fomenta una lírica huida (“por querer salir de mí/ llego a ti. / De ese camino, no quiero memoria. / De tu agua crecen todos los pozos”), retorna a lo mismo, cada vez diferente. Insinúa la angustia de familiarizarse con el desvarío, programa una recuperación experimentado como una forma de pérdida, porque “ya no. / No se cuenta nada”. No satisface nuestra ansiosa curiosidad, sino incidentalmente, autopsia preguntas sin respuesta, “su mirar el verde, verde se vuelve. / Su empeño por llevarse una hoja, hoja es”. Al límite, la Premio Adonáis de Poesía 2007 por su obra Un poemario (2008) aborda cruces, fronteras, desconfía del clamor amortiguado de las palabras que pasan de puntillas, a la escasa luz del vocabulario: “Llega de la calle un día cualquiera / que no significa nada”.