La India ha alcanzado el rango de potencia mundial. Finalmente, su expansión económica le brinda lo que la importancia numérica de su población y su estatuto semioficial de nación nuclear desde 1998 no habían alcanzado a garantizarle. Es verdad que el contexto mundial, con el estrepitoso naufragio del modelo unilateral estadounidense, contribuyó fuertemente a mostrarla como lo que es por naturaleza: uno de los cinco o seis polos mundiales de poder y de influencia, junto con Estados Unidos, China, Rusia, Europa, Japón y –quizás– Brasil.
Gigante mundial en pleno ascenso, la India pretende instalar este estado de situación en las conciencias. Poner fin a su eterna imagen de simple “actor regional” ligado a una “diplomacia moral” heredada de los años Nehru (juzgados hoy con extrema severidad), de manera de acceder plenamente a la “fiesta perpetua de las grandes potencias”, según la expresión metafórica –y ligeramente irónica– del escritor Sunil Khilnani. Quedaron (...)