Las entrañas de Santiago de Chile resuenan con un gemido salvaje. El metro. A treinta y dos metros de profundidad, bajo una luz blanca y entre efluvios de caucho quemado, lustrosos zapatos, deportivas de marca y sandalias coloridas se pisan los talones sobre las baldosas grises de la estación de Baquedano, serpenteando entre las columnas de hormigón desnudo. Es hora punta. Todos marchan rumbo al distrito financiero nororiental del Gran Santiago (GS). En la superficie, entre el zumbido de los motores, algunos ciclistas y peatones pasan, indiferentes, frente a la principal boca de metro, condenada desde la revuelta de octubre de 2019.
Comuna de Cerro Navia, al oeste de la metrópoli del Gran Santiago. Erika Molina, de 54 años, está al acecho de un hipotético autobús. Ella no cogerá el metro. “Voy demasiado lejos. Y ni siquiera estoy segura de que pueda encontrar un asiento libre”, nos explica. Como cada día, (...)