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Disgregación europea

Editorial, por Benoît Bréville, diciembre de 2023

Cuando, en la mañana del 28 de febrero de 2022, a los cuatro días del inicio de la agresión rusa, el presidente ucraniano Volodímir Zelenski apareció en Facebook para instar a Bruselas a que integrase su país “sin demora mediante un procedimiento especial”, nadie se lo tomó realmente en serio. Por supuesto, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, se extasió de inmediato: “¡Son de los nuestros, los queremos con nosotros!”. Pero el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, señaló que existían normas y que Ucrania tendría que cumplirlas. Zelenski presentó, por tanto, una solicitud formal que lo acreditase como candidato. Turquía tardó doce años en conseguirlo, Bosnia-Herzegovina, seis, y Albania, cinco. Para Ucrania bastaron cuatro meses.

Con tan diligente respuesta, los jefes de Estado y de Gobierno de los 27 Estados miembros querían demostrar la unidad de Occidente y su inquebrantable apoyo a Kiev. Aquello no era, por lo demás, comprometerse a mucho: el proceso duraría “varias décadas”, como explicó entonces Emmanuel Macron. El pasado 8 de noviembre, sin embargo, la Comisión recomendó la apertura oficial de negociaciones con Kiev, así como con Moldavia, un criterio que el Consejo Europeo podría seguir en su próxima reunión, los días 14 y 15 de diciembre. Zelenski quisiera completar el proceso en 2026, mientras que Michel habla de 2030. Unas perspectivas que ya se antojan creíbles si el procedimiento continúa a tan frenético ritmo.

Los dirigentes europeos repiten que de ninguna manera se quiere malbaratar la ­adhesión al club comunitario. Pero, a diferencia de los candidatos anteriores, Ucrania no está siendo evaluada por su capacidad para cumplir los famosos “criterios” –en términos de lucha contra la corrupción, respeto al Estado de derecho, protección de las minorías, equilibrio presupuestario, etc.–, sino en función de consideraciones geopolíticas de candente actualidad. Prioritario en los años 1990 y 2000, el tema de los proyectos de ampliación parecía ya agua pasada en la última década, excepto para Alemania, cuya economía había sacado sobrados beneficios de la apertura al Este. En otros países, la ampliación era sinónimo de dumping social y fiscal, parálisis de las instituciones y cacofonía en la escena internacional.

La guerra de Ucrania ha cambiado las tornas. La ampliación figura ahora en el orden del día de todas las cumbres. Se habla de una Unión de 35 o incluso 37 miembros, con Ucrania y Moldavia, pero también con Georgia y los Balcanes occidentales. Una “política vital para la Unión Europea”, según Von der Leyen, para contrarrestar la influencia rusa y china en los márgenes del continente. Pero se acumulan las preguntas sin respuesta, limpiamente ignoradas por los medios de comunicación: ¿cómo se ­repartirían los fondos de cohesión, las subvenciones de la Política Agrícola Común, los escaños parlamentarios y los nombramientos de comisarios? ¿Cómo evitar la ­parálisis en ámbitos que requieren unanimidad? Para cuidarse de que estas cuestiones no vengan a alimentar debates nacionales, los dirigentes europeos responden hablando de una modificación previa de las instituciones. Una promesa vacua: ¿qué reforma satisfará a la vez a Grecia y a Alemania, a España y a Polonia, a Portugal y a Hungría?

En la década de 1990, Europa estaba dividida entre Estados del norte, a la vanguardia del desarrollo tecnológico e industrial, y Estados del sur, con monedas débiles y dependientes del turismo y la agricultura. La ampliación de la década de 2000 añadió a esta brecha económica una segunda fractura entre este y oeste. Por un lado, salarios relativamente altos, sistemas de protección social más avanzados y una apuesta por cierta autonomía europea. Por otro, una reserva de mano de obra barata y una inclinación obstinadamente atlantista: obsesionados con la amenaza rusa, los países bálticos y centroeuropeos confían en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para garantizar su seguridad.

Así las cosas, el Viejo Continente escribe su futuro amplificando sus errores del pasado: el trabajo desplazado, un sentimiento creciente de inseguridad económica entre las clases trabajadoras del oeste y, en el este, un sentimiento de servilismo y colonización que no dice su nombre. Por no hablar de la subordinación cada vez mayor de la UE al declinante imperio estadounidense. Europa se disgrega a medida que se amplía.

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Benoît Bréville

Director de Le Monde diplomatique.