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‘Selfies’, correos electrónicos, vídeos en ‘streaming’…

Cuando la tecnología digital destruye el planeta

Durante años, triunfó la idea de una industria digital limpia en tanto “inmaterial”. Frente a los gigantes del petróleo y el automóvil, Silicon Valley parecía el aliado natural de las políticas de lucha contra el cambio climático. Ese espejismo se desvanece. Una investigación realizada en varios continentes revela el exorbitante coste medioambiental del sector de la alta tecnología.

por Guillaume Pitron, octubre de 2021
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OTOBONG NKANGA. – “Whose Crisis Is This ?” (¿A quién pertenece esta crisis?), 2013

Desarrolladores de Silicon Valley y fabricantes de semirremolques, la Comisión Europea y McKinsey, los señores Joseph Biden y Xi Jinping, los liberales británicos y los Verdes alemanes: ante la emergencia climática, se ha formado una Santa Alianza global en torno a una convicción. La de un gran vuelco hacia un mundo en línea por el bien del planeta. “Tanto es así que cada vez está más aceptada la idea de que no será posible controlar el cambio climático sin recurrir masivamente a la tecnología digital”, subraya la asociación The Shift Project, que no comparte dicha opinión (1). Un nuevo evangelio promueve la salvación mediante ciudades “inteligentes” repletas de sensores y vehículos eléctricos autónomos. Esta creencia puede contar con eficaces apóstoles. Como la Global e-Sustainability ­Initiative (GeSI), un lobby empresarial con sede en Bruselas que afirma que “las emisiones que se evitan con el uso de las tecnologías de la información y la comunicación son casi diez veces mayores que las que se generan con el despliegue de dichas tecnologías” (2). Varios investigadores independientes, sin embargo, ponen en duda la sinceridad de estas cifras, ampliamente difundidas, así como la imparcialidad de sus autores.

Más allá de los esfuerzos de “marketing verde” desplegados por los fabricantes y sus voceros, ¿cuál es el impacto medioambiental de las herramientas digitales? ¿Son compatibles estas nuevas redes de comunicación con la “transición ecológica”? Al final de una encuesta que nos llevó a diez países, esta es la realidad: la contaminación digital es colosal; es incluso la que más crece.

“Cuando descubrí las cifras de esta contaminación, me dije: ‘¿Cómo puede ser?’”, recuerda Françoise Berthoud, ingeniera de investigación en informática. El daño causado al ­medio ambiente proviene en primer ­lugar de los miles de millones de dispositivos (tabletas, ordenadores, teléfonos inteligentes) que nos abren la puerta de Internet. También se origina en los datos que producimos en ­cada momento: transportados, almacenados y procesados en vastas infraestructuras que consumen recursos y energía, esta información permitirá crear nuevos contenidos digitales para los que necesitaremos... ¡cada vez más interfaces! Así, para llevar a cabo acciones tan impalpables como enviar un correo electrónico en Gmail, un mensaje en WhatsApp, un emoticono en Facebook, un vídeo en TikTok o fotos de gatitos en Snapchat, hemos construido, según Greenpeace, una infraestructura que, en breve, “será probablemente lo más grande construido por la especie humana” (3). De modo que estas dos familias de contaminación se complementan y alimentan mutuamente.

Las cifras hablan por sí solas: la industria digital mundial consume tanta agua, materiales y energía que su huella es tres veces mayor que la de países como Francia o Reino Unido. Las tecnologías digitales utilizan ya el 10% de la electricidad mundial y se calcula que emiten casi el 4% de las emisiones mundiales de CO2, es decir, algo menos del doble que el sector de la aviación civil mundial (4). “Si las empresas digitales demuestran ser más poderosas que los poderes reguladores que se ejercen sobre ellas, existe el riesgo de que ya no podamos controlar su impacto ecológico”, avisa Jaan Tallinn, fundador de Skype y del Future of Life Institute, que trabaja ­sobre la cuestión de la ética de la tecnología (5).

Aún hoy, Jens Teubler, investigador del Wuppertal Institut, no termina de creérselo. Hace unos años, este científico alemán asistió a una conferencia en su centro de investigación, sito en la ciudad del mismo nombre, en Westfalia (Alemania). Fue entonces, recuerda, cuando se quedó “de piedra ante una ilustración de un hombre que llevaba a la vez un anillo de matrimonio... y una enorme mochila sobre los hombros, que correspondía a la huella real de su anillo. Aquella imagen se me quedó grabada”. Era la forma en que el Instituto presentaba un novedoso método para calcular el impacto material de nuestros patrones de consumo que habían desarrollado sus investigadores en la década de 1990: el material input per service unit (MIPS), es decir, la cantidad de recursos necesarios para fabricar un producto o servicio (6).

La “mochila ecológica”

Para medir su impacto medioambiental, la industria toma en cuenta principalmente sus emisiones de CO2, pero este método contable suele dejar en la sombra otras formas de contaminación, como el impacto de los vertidos químicos en la calidad del agua. Ya en los años noventa el MIPS ponía el foco, más bien, en la degradación medioambiental que supone la producción de bienes y servicios. Mirar lo que entra en un objeto más que lo que sale de él: eso sí que es invertir la perspectiva.

En concreto, el MIPS evalúa todos los recursos movilizados y desplazados durante la fabricación, el uso y el reciclaje de una prenda de vestir, de una botella de zumo de naranja, de una alfombra o de un smartphone. Del escrutinio no se libra nada: recursos renovables (vegetales) o no renovables (minerales), movimientos de tierra generados por las labores agrícolas, agua movilizada, productos químicos consumidos, etc. Tomemos el caso de una camiseta: su fabricación en un taller indio ha requerido electricidad, que a su vez se ha producido con carbón, para cuya extracción se ha talado un bosque de pinos...

Este enfoque se traduce en una cifra, la “mochila ecológica”, es decir, el coeficiente multiplicador de cada una de nuestras acciones de consumo. El método no es perfecto: “La mayoría de los datos utilizados para calcular el MIPS son el resultado de opiniones y estimaciones de expertos”, en los que la imprecisión suele ser la norma, modera Jens Teubler. Así y todo, su cruda franqueza deja sin habla: el anillo que contiene unos pocos gramos de oro tiene un MIPS de... ¡3 toneladas! También se puede medir el MIPS de un servicio o de una acción de consumo: un kilómetro en coche y una hora de televisión utilizan 1 y 2 kilos de recursos respectivamente. Un minuto de teléfono “cuesta” 200 gramos; en cuanto a un SMS, “pesa” 632 gramos. Para ­muchos productos, el MIPS puede revelar una ratio bastante baja: por ejemplo, la fabricación de una barra de acero requiere “solo” diez veces más recursos que su peso final. Sin embargo, “en cuanto hay una tecnología de por medio, los MIPS son mayores”, explica Jens Teubler. Las tecnologías digitales son buen ejemplo de ello, por el gran número de metales que contienen, especialmente “metales raros difíciles de extraer del subsuelo”, prosigue el investigador. Por ejemplo, un ordenador de 2 kilos requiere, entre otras cosas, 22 kilos de productos químicos, 240 kilos de combustible y 1,5 toneladas de agua limpia (7). El MIPS de un televisor oscila entre 200 y 1.000/1, y el de un smartphone es de 1.200/1 (183 kilos de materia prima para 150 gramos de producto acabado). Pero el que bate todos los récords es el MIPS de un chip electrónico: 32 kilos de material para un circuito integrado de 2 gramos, es decir, una ratio de 16.000/1.

“A la gente suele sorprenderle la brecha entre el efecto que percibe y el impacto real de su decisión de comprar un bien de consumo”, confirma Jens Teubler. Y con razón: la zona geográfica situada más al inicio en la cadena de producción, muy lejos del punto de venta, es la que cargará con el mayor impacto material... Y así, de forma imperceptible, es cómo la tecnología digital ha disparado nuestra huella material. Con miles de millones de ­servidores, antenas, routers y demás ­terminales wifi actualmente en funcionamiento, las tecnologías “desmaterializadas” no solo consumen materiales, sino que están camino de constituir una de las mayores empresas de materialización jamás emprendidas.

Entre estas infraestructuras, reales donde las haya, los centros de datos ocupan un lugar destacado. Estas moles de hormigón y acero repletas de servidores se multiplican al compás del diluvio de información que ­genera nuestro universo digital: 5 trillones de bytes al día, es decir, tanto como todos los datos producidos desde los inicios de la informática hasta 2003. Algo como para llenar la ­memoria de diez millones de discos Blu-ray que, apilados, tendrían cuatro veces la altura de la Torre Eiffel. Una minucia, si se compara con lo que generarán los cientos de miles de millones de objetos conectados al 5G que pronto inundarán el mundo.

Para calibrar la dimensión de esta huida hacia delante, basta con observar un simple patinete eléctrico de autoservicio. Mohammad Tajsar, abogado de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), explica que las empresas que alquilan estos aparatos “recogen una gran cantidad de datos generados por los hábitos de movilidad de los usuarios”; ¿cuántos de estos lo saben? Cuando usted crea una cuenta en una de las aplicaciones dedicadas a la gestión del alquiler comparte su nombre, correo electrónico, dirección postal, número de teléfono, datos bancarios, historial de pagos, etc. A continuación, la empresa alquiladora podrá recoger toda la información sobre sus desplazamientos gracias a los sensores instalados en el patinete y a los datos transmitidos por su teléfono móvil. El grupo Bird se permite incluso enriquecer su perfil con información obtenida de varias empresas que ya tienen datos sobre usted e incluso hacer consultas sobre su solvencia a agencias de evaluación de créditos. Al echar a rodar sobre el patinete, usted también acepta que el operador comparta ­algunos de sus datos “con terceros para fines de investigación, comercialización y más objetivos”, dice por ejemplo el Grupo Lime, sin más especificaciones. Estas últimas “vienen redactadas en términos opacos y ­vagos, pues deben seguir siendo ininteligibles”, señala Tajsar. Esta avalancha de información personal, que alimentará unos perfiles individuales vendidos a precio de oro a las empresas, inevitablemente toma el camino que conduce a un centro de datos: la nube o cloud.

La recogida sistemática y global de todo tipo de datos “multiplica por diez la necesidad de centros de procesamiento de datos”, analiza un profesional de Bolt. En China proliferan las cloud cities (“ciudades nube”), especializadas en el almacenamiento de datos. De hecho, el mayor centro de datos del mundo se encuentra en la ciudad de Langfang, a una hora en coche al sur de Pekín, y se extiende sobre casi 600.000 metros cuadrados, o sea, la superficie de... ¡110 campos de fútbol! El consumo de los data center en agua y electricidad, necesarios para refrigerar las máquinas, se incrementa tanto más cuanto que los proveedores de servicios hacen todo lo posible para evitar lo que en el sector se conoce como “apagón”: una avería generalizada por un fallo en el suministro eléctrico, una fuga de agua en el sistema de aire acondicionado, un error informático, etc. En 2017, por ejemplo, una gigantesca avería en un centro de datos de British Airways provocó la cancelación de 400 vuelos y bloqueó a 75.000 pasajeros en el aeropuerto londinense de Heathrow. Un fallo sostenido en el tiempo de los servidores de Amazon supondría un grave problema económico en Occidente.

En un entorno cada vez más competitivo, muchas empresas de hosting se comprometen a garantizar que sus infraestructuras funcionen el 99,995% del tiempo, es decir, con solo 24 minutos de indisponibilidad del servicio al año. “Y los que sufren apagones regulares simplemente salen del negocio”, asegura Philippe Luce, presidente del Datacenter Institute. Para acercarse a la disponibilidad absoluta, los proveedores de hosting extreman las precauciones. En primer lugar, practican la “redundancia” de las redes de distribución de energía. “Acabas teniendo dos tomas de corriente, dos generadores y salas llenas de baterías de plomo tan grandes como bibliotecas municipales para garantizar la continuidad entre la avería y el momento en que los generadores toman el relevo”, explica Paul Benoit, de Qarnot Computing. Este sistema acarrea una logística a menudo gigantesca.

Por ejemplo, los tejados de varios centros de datos situados en el corazón de Nueva York “son excrecencias vertiginosas”, que incluyen “torres de refrigeración de agua para el aire acondicionado [...], depósitos de agua en caso de apagón, grúas para subir los generadores diésel desde la calle... Los sótanos están plagados de cables y equipados con depósitos de fuel de varios cientos de miles de litros para alimentar los generadores”, dicen, como pasando lista, Cécile Diguet y Fanny Lopez, dos investigadoras que han realizado un estudio mundial sobre los centros de procesamiento de datos (8). Resumiendo, remata Philippe Luce, “no hay edificio más costoso, por metro cuadrado, que un data center de alto nivel”.

Y, por si fuera poco, los proveedores de hosting también duplican los propios centros de datos, ¡no sin antes asegurarse de que el sitio espejo se haya construido en una placa tectónica diferente! Solo faltaba que un terremoto nos impidiera subir a Instagram el contenido de nuestro plato o retrasara un encuentro en Tinder... En una conferencia celebrada en torno a 2010, unos ingenieros de Google ­explicaron, al parecer, que Gmail se duplicaba seis veces y que la regla general era que un vídeo de gatitos se almacenara en al menos siete centros de datos de todo el mundo. El sector digital da cobijo, pues, a “servidores zombis”, tan glotones como los de las películas...

Grandes consumidores de electricidad

Por último, las empresas de hosting “sobredimensionan” sus infraestructuras para anticiparse a los picos de tráfico. Como resultado, “un router funciona como mucho al 60% de su capacidad”, dice la investigadora informática Anne-Cécile Orgerie. El corolario de esta desmesura es un fantástico despilfarro de electricidad. Una antigua investigación del The New York Times (22 de septiembre de 2012) reveló que algunos centros de datos a los que no se daba demasiado uso podían desperdiciar hasta el 90% de la electricidad que consumían. En una conferencia impartida a finales de 2019 en la feria Data Centre World (uno de los mayores encuentros de profesionales de la nube) en París, un ejecutivo hizo esta asombrosa declaración: “Nos hemos dado cuenta de que los centros de datos iban a captar una tercera parte de la electricidad del Gran París” (9).

En cuanto a Amazon Web Services, en proceso de expansión desde 2017 en Île-de-France, “ha firmado en Francia, por lo que se dice, un contrato de suministro de 155 megavatios de electricidad, equivalente a las necesidades de una ciudad de varios millones de habitantes”, revela un especialista bajo condición de anonimato. Se calcula que el sector representa actualmente entre el 1% y el 3% del consumo mundial de electricidad, una cifra que, por el ritmo de crecimiento de la nube, podría multiplicarse por cuatro o cinco en 2030 (10). En otras palabras, concluyen Diguet y Lopez, los centros de datos estarán “entre los mayores consumidores de electricidad del siglo XXI (11). Y se da el caso de que la principal fuente de energía utilizada para producir electricidad no es otra que el carbón (12).

La huella ecológica de los robots

Internet está configurando un mundo en el que la actividad humana en sentido estricto ya no es lo único que ­impulsa el universo digital. “Los ordenadores y los objetos se comunican entre sí sin intervención humana. La producción de datos ya no se limita a una acción que emprendamos nosotros”, confirma Mike Hazas, profesor de la Universidad de Lancaster (13). Este fenómeno genera naturalmente un impacto medioambiental... sin que podamos calcularlo y menos aún controlarlo. Se plantea una cuestión incómoda: en términos de actividad digital, ¿podrían algún día los robots dejar una huella ecológica aún más profunda que la de los humanos? Más del 40% de la actividad en línea proviene ya de autómatas o de personas pagadas para generar una atención artificial. “Troles”, botnets y más spambots envían correos indeseables, amplifican rumores en las redes sociales o exageran la popularidad de ciertos vídeos. Por supuesto, el Internet de las cosas está acelerando esta actividad no humana: para 2023 se espera que las conexiones de máquina a máquina (también se habla de M2M, por machine to machine), impulsadas en particular por los hogares conectados y los coches inteligentes, representen la mitad de todas las conexiones web (14). En cuanto a los datos, desde 2012 lo no humano ya empezó a producirlos en mayor cantidad que los humanos...

Y esto es solo el principio, en la medida en que quienes ahora contestan a los robots son otros robots. ­Desde 2014, las “redes generativas antagónicas” permiten por ejemplo a determinados programas informáticos producir vídeos falsos que sustituyen un rostro o modifican las palabras de una personalidad (o deepfakes). Y lo que ocurre es que a estas redes se oponen algoritmos encargados de destruirlas... “Ningún humano ha escrito los códigos para producir estos contenidos y son máquinas las que trabajan para desenmascarar estos deepfakes... Es una batalla entre máquinas”, resume Liam Newcombe, ingeniero británico especializado en Internet. Otro ejemplo: para contrarrestar a los spammers (a menudo ya robots), una asociación neozelandesa ha creado recientemente Re:Scam, un programa informático que entabla una conversación interminable con los estafadores automatizados para hacerles perder un tiempo valioso (15). En el sector financiero, la especulación automatizada representa el 70% de las transac­ciones mundiales y hasta el 40% del valor de los títulos negociados. Estamos pasando de una red utilizada por y para los humanos a una Internet operada por e incluso para las máquinas.

El universo de los fondos de inversión está cada vez menos poblado de analistas que compiten por obtener los mejores beneficios, sostiene el profesor Juan Pablo Pardo-Guerra, autor de un libro sobre el tema; ahora es un mundo en el que “los individuos juegan, en el mejor de los casos, un papel parcial” (16). Un exanalista cree que “el sueño absoluto de los fondos cuantitativos es no tener ya casi empleados, solo un puñado de personas encargadas de darles a unas cuantas teclas de vez en cuando para que todo funcione”. El paso siguiente es fácil de adivinar… “Una vez que toda esta infraestructura está funcionando, no hace falta mucha imaginación para pensar: ‘Quizá el ordenador podría tomar la decisión [de inversión] por sí mismo’”, anticipa Michael Kearns, profesor de teoría de la computación.

Los fondos algorítmicos y la crisis climática

Junto a los fondos denominados “activos”, en los que el arbitraje sigue siendo principalmente responsabilidad de los humanos, hay un número creciente de “fondos pasivos”, en los que las operaciones financieras se dirigen cada vez más con el piloto automático. Se trata muchas veces de fondos índice, que siguen índices bursátiles (por ejemplo, el S&P 500, ­basado en las quinientas mayores empresas que cotizan en las bolsas estadounidenses) e invierten a largo plazo en las empresas ahí referenciadas. Nos encontramos aquí con BlackRock, Vanguard, Renaissance Technologies y Two Sigma. Las inversiones realizadas por los fondos pasivos superan ya las realizadas por la gestión activa en Estados Unidos (17). Así es como el conjunto de las finanzas se convierte cada vez más en una cuestión de ­líneas de código, algoritmos y ordenadores.

Y la cuestión es que hoy por hoy los fondos pilotados por máquinas destruyen el medio ambiente más que sus homólogos dirigidos por humanos. Esta es la conclusión a la que ­llegó Thomas O’Neill, un investigador que ya en 2018 realizó una encuesta para la organización británica Influence­ Map (18). Al estudiar especialmente los fondos pasivos gestionados por BlackRock, comprobó que en 2018 estos habían registrado “una ‘intensidad de carbono’ de más de 650 toneladas por millón de dólares, mientras que sus fondos activos (...) presentan una intensidad mucho menor, de alrededor de 300 toneladas por millón de dólares”. Según el investigador, el conjunto de los fondos pasivos del mundo está notoriamente sobreexpuesto al uso de recursos fósiles, mucho más que los fondos activos. Diseñados para generar beneficios y no para evitar el deshielo de los glaciares, los fondos algorítmicos están acelerando la crisis climática.

Por supuesto, otros escenarios podrían favorecer los valores descarbonizados; sin embargo, los gestores de estas instituciones financieras anteponen a esta solución los compromisos adquiridos con sus clientes, a quienes corresponde, dicen, la responsabilidad de sus inversiones. Puede que pronto la cuestión deje de plantearse. En 2017, un fondo de Hong Kong, Deep Knowledge Ventures, anunció el nombramiento de un robot llamado Vital como miembro de su consejo de administración (19), resolución consecuente hasta el punto de que no se decidirá nada sin previa consulta de su análisis. En cuanto a la empresa estadounidense EquBot, recurre ya a los servicios de una “inteligencia artificial” que da por superadas “las flaquezas emocionales y psicológicas que entorpecen el razonamiento humano” (20), como afirma el fundador de la empresa...

¿Cuál será el impacto ecológico de un mundo en el que enjambres de vehículos autónomos vacíos merodearán por ciudades dormidas y donde ejércitos de softwares andarán enzarzados en la web, las veinticuatro horas del día, mientras nosotros nos dedicamos a nuestros asuntos? Será colosal, probablemente mayor que toda la contaminación digital provocada por el ser humano. Una pista: hace poco, unos investigadores han calculado que alimentar con grandes ­cantidades de datos un sistema de inteligencia artificial podía generar tantas emisiones de CO2 como cinco coches a lo largo de todo su ciclo de vida (21)... Así que centrarse en las repercusiones de nuestros comportamientos digitales puede resultar inútil e ilusorio, ya que el 5G está suponiendo un cambio en las reglas del juego.

Las tecnologías digitales son el espejo de nuestras ansiedades contemporáneas, de nuestra nueva ecología angustiada. Albergan, sin embargo, fabulosas esperanzas de progreso para la humanidad. Con ellas alargaremos nuestra esperanza de vida, indagaremos los orígenes del cosmos, generalizaremos el acceso a la educación y estableceremos el modelo de las próximas pandemias. Impulsarán incluso extraordinarias iniciativas medioambientales.

Por primera vez en la historia, una generación se pone en pie para “salvar” el planeta, llevar a los Estados ante los tribunales por inacción climática y replantar árboles. Los padres aguantan resignados tener “tres Gretas Thunberg en casa”, lanza en ristre contra el consumo de carne, el plástico y los viajes en avión. Al mismo tiempo, esta cohorte es más propensa que las demás a utilizar sitios de comercio electrónico, a la realidad virtual y al gaming. Le chiflan los vídeos en streaming y no conoce otro mundo que el de la alta tecnología.

Por eso debemos abandonar todo candor al embarcarnos en la gran ­batalla de este nuevo siglo: la tecnología digital, tal como se está desarrollando ante nuestros ojos, no se ha puesto, en su inmensa mayoría, al servicio del planeta y del clima. Presenta una apariencia evanescente, pero paradójicamente ella, más que otros elementos, nos ha de proyectar ante los límites físicos y biológicos de nuestra casa común.

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(1) “Lean ICT: pour une sobriété numérique”, informe del equipo dirigido por Hugues Ferreboeuf para la asociación The Shift Project, París, octubre de 2018.

(2) “#SMARTer2030 opportunity: ICT solutions for 21st century challenges”, GeSI y Accenture Strategy, Bruselas, 2015.

(3) “Clicking clean: who is winning the race to build a green Internet?”, Greenpeace International, Ámsterdam, 2017.

(4) “Lean ICT: pour une sobriété numérique”, op. cit.

(5) Salvo indicación contraria, las palabras referidas provienen de entrevistas realizadas por el autor.

(6) Michael Ritthof et al., “Calculating MIPS: Resource productivity of products and services”, Wuppertal Spezial, n.º 27, Instituto Wuppertal para el Clima, el Medio Ambiente y la Energía, enero de 2002.

(7) Frédéric Bordage, Aurélie Pontal, Ornella Trudu, “Quelle démarche Green IT pour les grandes entreprises françaises?”, estudio WeGreen IT realizado en colaboración con WWF-France, octubre de 2018.

(8) (8)

(9) Ponencia de José Guignard, de Gaz Réseau Distribution France (GRDF), Data Centre World, noviembre de 2019.

(10) Ben Tarnoff, “To decarbonize we must decomputerize: why we need a Luddite revolution”, The Guardian, Londres, 18 de septiembre de 2019.

(11) Cécile Diguet y Fanny Lopez, op. cit.

(12) Léase Sébastien Broca, “La tecnología digital funciona con carbón”, Le Monde diplomatique en español, marzo de 2020.

(13) Mike Hazas, ponencia en la conferencia “Drowning in data – digital pollution, green IT, and sustainable Access”, EuroDIG, Tallin (Estonia), 7 de junio de 2017.

(14) “Cisco Annual Internet Report (2018-2023) White Paper”, San José (Estados Unidos), actualizado el 9 de marzo de 2020.

(15) “Send scam emails to this chatbot and it’ll waste their time for you”, TheVerge.com, Nueva York, 10 de noviembre de 2017.

(16) Juan Pablo Pardo-Guerra, Automating Finance: Infrastructures, Engineers, and the Making of Electronic Markets, Cambridge University Press, 2019.

(17) “The passives problem and Paris goals: How index investing trends threaten climate action”, informe del Sunrise Project, Surry Hills (Australia), 2020.

(18) “Who owns the world of fossil fuels. A forensic look at the operators and shareholders of the listed fossil fuel reserves”, InfluenceMap, Londres, diciembre de 2018 (actualizado el 4 de enero de 2019).

(19) “Artificial intelligence gets a seat in the boardroom”, Nikkei Asia, Tokio, 10 de mayo de 2017.

(20) A.I. has arrived in investing. Humans are still dominating”, The New York Times, 12 de enero de 2018.

(21) “Training a single AI model can emit as much carbon as five cars in their lifetimes”, MIT Technology Review, Stanford, 6 de junio de 2019.

Guillaume Pitron

Periodista. Autor de L’Enfer numérique. Voyage au bout d’un Like, Les Liens qui libèrent, París, 2021.

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