Más allá de los suburbios de Kabul, el Estado desaparece. Sólo se encuentran señores de la guerra que gobiernan como soberanos absolutos, cobran tasas e impuestos y se jactan de no cumplir las directivas del gobierno central. Ni siquiera en la capital se sabe quién gobierna: ¿el presidente Hamid Karsai y su gobierno? ¿El embajador estadounidense Zalmay Khalizad, ese afgano-estadounidense designado por Washington? ¿O las tropas internacionales que, con 6.000 hombres, rastrillan todos los barrios de un extremo al otro?
El sector más rico de la ciudad se ha “bunkerizado”. Es allí donde se instalaron las embajadas; Estados Unidos confiscó incluso la avenida más grande de Kabul sobre la que construye un inmenso edificio para la CIA. Las villas cercanas, que se vendían por una decena de miles de dólares en la época de los talibán, vieron en dos años multiplicarse sus precios por mil.
Los afgano-estadounidenses regresaron para recuperar sus casas (...)