Algunas semanas después del comienzo del ataque estadounidense contra Irak, en marzo de 2003, miles de personas se apretujaban ante los locales de la nueva Asociación de Prisioneros Liberados: una residencia confiscada a un ex responsable del régimen de Sadam Husein. En las paredes estaban pegadas las listas de nombres, clasificados por orden alfabético, recuperadas cuando la población saqueó la sede de los servicios secretos. Personas desesperadas las recorrían con el dedo, con la esperanza de conocer la suerte que les había tocado a los parientes cercanos detenidos por la policía. La mayor parte de las veces la noticias no eran buenas como, por ejemplo, esa ejecución de cuatro personas por presunta pertenencia al Daawa, el partido chií ilegal, que llevó a su familia hasta una fosa común con el fin de desenterrar los cuerpos.
Tres años más tarde, el país se había hundido en la guerra civil: las milicias y (...)