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Lo que el viento nos dejó

En el espacio de nueve días, tres mortíferos huracanes –Ike, Gustav y Hanna– azotaron, en septiembre pasado, la isla de Cuba. ¿Qué significa para un país pobre y bloqueado haber tenido que emplear más de diez mil vehículos, habilitar miles de albergues para proteger a más de tres millones de personas y enfrentarse a una situación casi bélica con siete muertos, una veintena de heridos y quinientas mil viviendas dañadas?

por René Vázquez Díaz, enero de 2009

A 140 kilómetros de La Habana, el municipio de Los Palacios sirve para ilustrar la sombría realidad: los huracanes causaron allí daños severos en más de 90 000 casas, además de destruir los cultivos tradicionales de la región. En el resto de la Isla, decenas de miles de hectáreas de cosechas fueron devastadas, así como instituciones económicas vitales, policlínicas y hospitales y numerosos centros educacionales. Más de 460 instalaciones culturales (cines, escuelas de arte, teatros, bibliotecas, casas de cultura, museos y galerías de arte) fueron afectadas, muchas de ellas con derrumbes totales. El mundo vió las terribles imágenes, y no tardó en olvidarlas. Pero el viento dejó daños que superan los cinco mil millones de dólares.

Si en esas trágicas circunstancias no surgieron brotes de epidemias, fue por la eficacia de un sistema de salud capaz de funcionar en condiciones equiparables a una guerra, y a la racionalidad con que se (...)

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