Aunque en los últimos cinco años se han sucedido importantes crisis y aunque el presidente Emmanuel Macron no puede presumir de ningún éxito real, su reelección parece el escenario más probable: la extrema derecha es poderosa, pero está dividida entre dos candidatos con pocas posibilidades de triunfar sobre el presidente saliente; buena parte del electorado burgués y conservador se inclina por Macron, al que se han unido muchos caciques; por último, la izquierda es demasiado débil para imponerse (1), sobre todo porque, en estos cinco años, los partidos que mal que bien la conformaban se han reafirmado en análisis cada vez más alejados entre sí sobre cuestiones tan cruciales como la edad de jubilación, la planificación económica, el lugar de la energía en la matriz energética, las instituciones de la Quinta República, el federalismo europeo, la alianza con Estados Unidos, la guerra en Ucrania… Estas fracturas no tienen visos de resolverse, incluso si el 10 de abril Jean-Luc Mélenchon pasa a la segunda vuelta de los comicios presidenciales, un resultado al que no puede aspirar ningún otro candidato de esta (ex)familia política. En cualquier caso, la continuación de la guerra en Ucrania favorece a Macron, al movilizar la atención de los franceses sobre los esfuerzos diplomáticos de su presidente y no sobre el desolador balance de su quinquenio.
El mandato de Macron, inaugurado con la supresión del impuesto sobre el patrimonio, una bajada del impuesto sobre beneficios de las empresas y una “reforma” del código laboral favorable a la patronal, marcado por la revuelta –reprimida con extrema violencia– de los chalecos amarillos, ha concluido con la presentación de su programa en caso de reelección. Las dos medidas clave –el retraso de la edad de jubilación de 62 a 65 años y la obligación de que los beneficiarios del ingreso de solidaridad activa (RSA, por sus siglas en francés) trabajen más de 15 horas semanales– suponen un nuevo golpe de timón a la derecha. La primera, que no responde a ninguna emergencia económica, va más allá de lo que exigían los empresarios el año pasado (jubilación a los 64 años). La segunda, presentada por el Gobierno francés como “una medida de justicia y poder adquisitivo”, les proporcionará mano de obra barata o gratuita, de forma que podrán no aumentar los salarios allí donde las ofertas de empleo tienen dificultades para encontrar solicitantes. Y, como la vuelta de la inflación no se acompañará de una política de apoyo salarial, la mayoría de la población sufrirá una caída de su poder adquisitivo, ya que, de continuar esta, la estrategia del “cueste lo que cueste” se ocupará sobre todo de preservar los márgenes de las empresas amenazadas por una caída de la demanda. Las del CAC 40 [índice bursátil francés], valientemente defendidas por el Gobierno, obtuvieron unos beneficios históricos de 160.000 millones de euros en 2021. El control de los precios que rechaza Macron les impediría cargar sobre sus clientes el aumento de sus costes de transporte, del precio de las materias primas y la pérdida de sus mercados desbaratados por la guerra. Los dividendos de sus accionistas caerían, pero quizá esa posibilidad no sea el drama que el Estado deba atajar prioritariamente.
- VLADA RALKO. – De la serie “Kyiv Diary” (‘Diario de Kiev’), 2013-2014
Un hipotético segundo mandato de Macron entrañaría todavía más riesgos para las clases populares, ya que sería el último. Sin el condicionante de unas elecciones, respaldado por una nueva mayoría parlamentaria a su medida, el proyecto liberal de Macron –el cual ha tenido que diferir parcialmente gracias al movimiento de los chalecos amarillos y debido a la crisis de la covid-19– no tendrá más obstáculos que los brutales shocks que se están amplificando.
En primer lugar, el de la guerra de Ucrania. Nadie puede todavía predecir el alcance de las catástrofes derivadas de la agresión rusa: ni sobre el pueblo ucraniano, víctima de un ejército que pretende liberarlo (3,5 millones de habitantes han huido del país y miles ya han perecido), ni sobre la población rusa, sometida al mismo tiempo a un régimen cada vez más feroz con sus oponentes, a fuertes pérdidas militares en el frente ucraniano y a las sanciones occidentales, a las que se suma una avalancha de prohibiciones y boicots que afectan indiscriminadamente a deportistas, artistas, clientes de Mastercard, abonados de Netflix y… restauradores rusos en el extranjero. Si el objetivo buscado es disociar al “amo del Kremlin” de su pueblo, el castigo colectivo no es la manera de lograrlo.
Las consecuencias del desastre ucraniano no se detienen ahí. El pasado 14 de marzo, apoyándose en el hecho de que el trigo, del que los dos Estados actualmente beligerantes son grandes productores, proporciona una parte importante de las calorías consumidas por la población del planeta, el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), António Guterres, alertó a la comunidad internacional sobre “un posible huracán de hambrunas y un hundimiento del sistema alimentario mundial”. La situación es igual de sombría en el frente climático, tanto porque la política de rearme general en curso incrementará el consumo de energía y materiales no renovables (el ejército estadounidense genera por sí solo tantos gases de efecto invernadero como Portugal o Suecia) como porque la cooperación internacional requerida para una reducción general de la producción de combustibles fósiles resulta más improbable en tiempos de guerra. Refugiados, hambruna, clima, por no hablar del riesgo de escalada hacia un conflicto nuclear (véase el artículo de las páginas 1, 18 y 19), hay motivos suficientes para la pesadumbre de un mundo que todavía no había terminado con una pandemia y que percibe que la humanidad parece más alejada que nunca en su historia reciente de tener “sobre la esperanza, un cheque en blanco” (2).
Remontarse a la génesis de la crisis ucraniana no solo es útil para comprender cómo se ha llegado hasta aquí, sino también –y sobre todo– para reflexionar sobre la manera de salir de ella. Siempre se está tentado de buscar en el curso de los acontecimientos una justificación a posteriori de las propias advertencias del pasado. Sin embargo, algo es seguro: hace seis meses, tres meses, nadie imaginaba que el Ejército ruso invadiría el conjunto del territorio ucraniano. Ni siquiera el presidente Volodímir Zelenski.
En todo conflicto donde existe la posibilidad de una escalada nuclear el poder se concentra en manos de un hombre –rara vez se trata de una mujer–. “La disuasión soy yo”, resumía François Mitterrand; “es el jefe del Estado quien decide”. Rememorando la crisis de los misiles de Cuba, Robert Kennedy, hermano del presidente de los Estados Unidos del momento, resumió lo que habría podido suceder en octubre de 1962: “Entre las catorce personas implicadas [en la decisión estadounidense], todas de gran valía (…) había seis que, en mi opinión, habrían volado por los aires el planeta si hubieran sido el presidente de Estados Unidos” (3).
Puesto que Vladímir Putin lleva veintidós años al frente de su país (fue primer ministro de 2008 a 2012), es natural tratar de comprender sus motivaciones cuando ordenó a sus tropas conquistar Ucrania. No es difícil, puesto que a menudo se manifestó sobre el asunto. Hay dos relatos contrapuestos. En el primero, el presidente ruso ha reaccionado al desdén que Occidente opone a sus peticiones de seguridad en un momento en el que la OTAN, en contra de los compromisos asumidos, se aproxima a sus fronteras. En el segundo, el expansionismo de Putin es alentado por la falta de reacción frente a sus sucesivas agresiones y por la perspectiva de que esa pasividad le permita restaurar la esfera de influencia rusa del pasado. Lógica defensiva en un caso, sed de venganza en el otro. Los dos enfoques no son rigurosamente incompatibles, pero mientras que el primero, a menudo expuesto en estas columnas, puede fundamentarse en un torrente de documentos históricos, el segundo, más apreciado por los neoconservadores, recurre a especulaciones psicológicas relativas a los comportamientos de los dictadores. Y a las analogías habituales –Hitler, Múnich, Churchill– que hacen los histriones de la geopolítica como Bernard-Henri Lévy. Ya las emplearon para defender la guerra del Golfo (1991), la de Kosovo (1999), la de Afganistán (2001) y la de Libia (2011). Y para criticar la falta de una reacción militar igual de firme en Georgia, Siria y Ucrania. Su postulado de base es lo bastante simple como para que cualquier periodista pueda asumirlo sin exprimirse el cerebro: en cuanto un enemigo de Occidente se aparta del buen camino, no “castigarlo” fulminantemente equivale a darle ánimos y espolearle a una agresión más grave. Ni que decir tiene, esa doctrina judicial del “quien roba una vez roba diez” no se aplica ni a Estados Unidos, ni a Arabia Saudí ni a Israel.
Por tanto, en Ucrania, la ofensiva lanzada por Rusia no se explicaría por la creciente presencia de Estados Unidos en sus fronteras, sino por el hecho de que la OTAN le ha denegado a Kiev los medios militares con los que disuadir a su poderoso vecino. Sugerir lo contrario, nos dice el comentarista neoconservador Bruno Tertrais, equivale a defender un “relato [occidental] impregnado de culpabilidad, colindante con el ‘pensamiento descolonial’” (4). En Washington, los políticos republicanos amamantados por el Pentágono acusan por su parte a la Administración de Biden y la de Barack Obama –de la que Biden fue vicepresidente– de haber sido “demasiado tibios, demasiado lentos, demasiado tardos en reaccionar”. La lista de sus supuestos fallos incluiría el precipitado fin de la guerra en Afganistán (tras 20 años), el rechazo a implicarse más en Siria, la falta de firmeza occidental durante la anexión de Crimea por parte de Rusia, un presupuesto militar insuficiente (768.000 millones de dólares) e incluso… reglamentaciones ecológicas que habrían disminuido el poder petrolífero y gasístico de su país: “A Putin ha debido provocarle estupefacción que Estados Unidos sacrifique semejante baza”, ha afirmado Karl Rove, un arquitecto de la guerra de Irak, especialmente capacitado para comentar las que vinieron después puesto que nunca ha sido señalado por los crímenes que planeó (5).
En todo caso, para los neoconservadores, Occidente es en parte responsable de la guerra en curso, no por la ampliación de la OTAN, sino porque le ha dejado a Putin actuar en Georgia, Siria y Crimea. Así que ¿por qué debía “detenerse en las fronteras de Ucrania?”, se pregunta Raphaël Glucksmann, eurodiputado elegido gracias al apoyo del Partido Socialista francés, que ya nos avisa: “Con mapas de los países bálticos como apoyo [sic], los expertos del régimen discuten sobre los planes de futuras invasiones” (6). Glucksmann no sabe nada de todo eso, por supuesto, pero proclamar lo que sea con seguridad es una excelente manera de que hablen de ti en los medios de comunicación.
El discurso de los halcones es por definición irrefutable: siempre pueden afirmar que la derrota se habría convertido en victoria si se hubiera golpeado antes o con más fuerza. Y cuando su aventura torna en desastre, solo tienen que evitar echarle la culpa a quienes la iniciaron trasladándola a los “muniqueses” que capitularon antes de la victoria. Probad a replicar que los rusos no van a atacar Berlín, Londres o París, os responderán: tampoco pensabais que fueran a bombardear Kiev. Por lo tanto, a menos de pasar por un propagandista del Kremlin, se ha vuelto casi imposible sugerirles que el comportamiento de Moscú no se reduce al de un Estado predador que aguarda la debilidad de su presa para devorarla.
Ya que esta tragedia se habría podido evitar. Hasta expertos y periodistas estadounidenses relativamente conformistas admiten que la Administración de Bush jugó con fuego en 2008 al prometerle a Ucrania su adhesión a la Alianza Atlántica a sabiendas de que sería imposible protegerla en caso de agresión. Una actitud todavía más imprudente teniendo en cuenta que el año anterior, en 2007, en Múnich, Putin había manifestado su preocupación de “que la OTAN acerque sus fuerzas más adelantadas a nuestras fronteras sin que nosotros reaccionemos”. Pero las grandes potencias tienden de modo natural a asociar su seguridad a la preservación de su zona de influencia, si es necesario por la fuerza. El senador estadounidense Bernie Sanders lo recordó el pasado 10 de febrero: “Aunque Rusia no estuviera gobernada por un dirigente autoritario y corrupto como Vladímir Putin, se preocuparía, al igual que Estados Unidos, por la política de seguridad de sus vecinos. ¿Hay alguien que crea seriamente que Estados Unidos no tendría nada que replicar si México formara una alianza militar con uno de sus adversarios?”. Esta pregunta también se la hacen numerosos Estados y pueblos. No porque sean insensibles a la desgracia de los ucranianos, sino porque consideran hipócritas a los occidentales indignados hoy por crímenes que cometían ayer. Como por ejemplo la invasión estadounidense de Irak de 2003 a la que, recordémoslo, contribuyeron quince de los veintisiete Estados de la Unión Europea. Ucrania también tomó parte en aquella agresión, creyendo quizá que el presidente Bush se mostraría agradecido.
En esta guerra, el fervor moral es un barómetro muy peligroso. Las imágenes ininterrumpidas de éxodo y destrucción exacerban el deseo de venganza, la tentación del maximalismo, la exigencia de nuevas sanciones o de nuevas medidas militares el día después de que las precedentes se hayan anunciado. Pero Moscú no aceptará que se la trate como a Bagdad, Belgrado, Gaza o Trípoli. Rusia no va a ganar esta guerra pero tampoco puede perderla. Sin duda, la mortífera tirada de dados de Putin ha producido el efecto inverso al que esperaba: un ejército que enfrenta dificultades en Ucrania y multiplica las destrucciones, una OTAN que cierra filas junto a su amo estadounidense, sanciones más temibles de lo previsto, un prestigio diplomático empañado de forma duradera. A tal punto que, citando al Mao Zedong de 1956 que proclamaba “el imperialismo estadounidense es un tigre de papel”, un misionario occidental podría aplicar ese diagnóstico a Rusia y llamar ahora al ataque contra esta. Sería olvidar lo que los dirigentes soviéticos contraponían al aventurerismo estratégico del presidente chino: el tigre de papel posee dientes atómicos. Más vale no empujarlo a que tenga que escoger entre el fracaso y la escalada. “Sin dejar de defender sus intereses vitales –explicaba John F. Kennedy en un famoso discurso de junio de 1963, menos de un año después de la crisis de Cuba– las potencias nucleares deben evitar las confrontaciones que obligan al adversario a escoger entre una derrota humillante y una guerra nuclear”.
Ucrania no recuperará Crimea ni se adherirá a la OTAN. Y Rusia no renunciará a sus conquistas territoriales sin obtener el levantamiento al menos parcial de las sanciones que pesan sobre ella. Semejantes concesiones pueden parecer enormes, injustas para las víctimas ucranianas, pero solo nos retrotraerían a la situación de facto que precedía a la invasión rusa y le ofrecerían a Putin una salida que le permita camuflar su revés estratégico. El presidente Zelenski parece dispuesto si median garantías de seguridad internacionales y el acuerdo de las poblaciones afectadas. Entre tanto, anima a su pueblo a la resistencia.
“Europa no puede vivir segura y en paz si no habla con Rusia, si no construye con Rusia –recordó el presidente Macron–, porque es nuestra historia y nuestra geografía”. La situación es completamente diferente en el lado estadounidense, donde no preocupa tener a un gran país humillado y vengativo por vecino. La crisis actual sería incluso una buena noticia para Washington. Putin, al que se presentaba como un brillante estratega, acaba de hacer realidad los sueños de los neoconservadores: un Viejo Continente unido y alineado con Estados Unidos, que dedica más dinero a su defensa (para comprar, por supuesto, armas estadounidenses) y que se libera de su dependencia del gas ruso en favor de Texas y los Apalaches. Por no hablar de que siempre es más tranquilizador observar una guerra y fanfarronear cuando se dispone del ejército más poderoso del mundo y el conflicto se desarrolla no en las propias fronteras sino al otro lado del Atlántico.
No es sorprendente que una crisis internacional de esta gravedad haya influido en las elecciones presidenciales francesas. Lastrados por campañas poco convincentes y por sondeos que les auguran resultados paupérrimos, los socialistas y ecologistas han tratado de apoderarse del asunto para recortar la importante distancia que les separa de Mélenchon. Aunque el candidato de La Francia Insumisa (LFI) enseguida señaló su oposición a la agresión decidida por el presidente Putin –llegando a dedicar unas semanas más tarde su gran mitin parisino del 20 de marzo “a la resistencia del pueblo ucraniano contra la invasión rusa y a los rusos valientes que luchan contra la guerra y la dictadura”–, su postura hostil a la OTAN, por lo demás perfectamente legítima (7), se asimiló a un deseo de debilitar las democracias y de convertir a los franceses, en palabras de Anne Hidalgo, en “vasallos de China y Rusia”. En la misma entrevista, la candidata socialista no dudó en tildar a Mélenchon de “agente” que habría “servido a los intereses de Putin en lugar de a los de Francia, tratando de quitarle hierro a lo que el régimen ruso preparaba contra Europa y nuestros modelos democráticos” (8). Muy inspirado también, el candidato ecologista Yannick Jadot le ha atribuido al de LFI la idea de que “Ucrania debía desaparecer en provecho de Rusia”… ¿Cómo imaginar en algunas semanas o meses acciones conjuntas y acuerdos de desistimiento entre ellos, en aras de su oposición común a los últimos proyectos de demolición social, si la guerra en Ucrania continúa dominando la agenda política? En cambio, una convergencia entre la derecha y la extrema derecha podría revelarse más fácil, ya que la primera ha hecho suyos en gran medida los principios xenófobos y la obsesión por la seguridad de la segunda, mientras que esta se ha acercado al programa económico liberal de la primera.
Semejante perspectiva vuelve todavía más preocupante la situación de las libertades públicas. Durante el mandato de Macron, la obsesión por la inseguridad, el terrorismo, el contagio vírico y el temor a la guerra han favorecido una “estrategia de choque” antidemocrática y han alentado a un presidente autoritario a gobernar mediante el miedo (9). La crisis de la covid-19 permitió banalizar las medidas de control social en nombre de la lucha contra la enfermedad al punto que, el pasado julio, la Defensora del Pueblo francesa (Défenseure des droits) manifestó su preocupación por que “personas privadas [puedan] encargarse de controlar la situación sanitaria de los individuos y por lo tanto su identidad. Se llega finalmente al control de una parte de la población por otra parte de esta”. La medida acaba de levantarse pero la relativa calma con la que fue recibida sugiere que esa innovación tiene un gran futuro por delante. Porque casi siempre que es posible una usurpación de las libertades públicas gracias a un nuevo dispositivo tecnológico, esta se produce, se perpetúa y con demasiada frecuencia apenas suscita reacciones. Señalar tu estado civil para cualquier cosa, tener que comunicar tu fecha de nacimiento para tomar un tren, tu número de tarjeta de crédito para votar en unas “primarias ciudadanas”, todo ello se ha generalizado durante la presidencia más “iliberal” de la Quinta República. Y hasta el estallido de la guerra en Ucrania, el debate político estaba dominado por los temas de la inmigración y la inseguridad, vehiculados por candidatos que no eran todos ellos de extrema derecha.
El despliegue de vehículos blindados de la gendarmería nacional contra protestatarios pacíficos, la disolución de colectivos de solidaridad con Palestina, como el de Toulouse, al que rápidamente sucedió un procedimiento idéntico contra un grupo antifascista de Lyon, la persecución policial y judicial contra los chalecos amarillos, una vida cada vez más sometida al régimen del estado de emergencia: no solo en Ucrania hay que defender las libertades. Una repetición del escenario de hace cinco años –una segunda vuelta que enfrentase a Macron y Marine Le Pen– indicaría que los franceses no vamos por buen camino.