¿Será Francia una irreductible aldea empeñada en mantener a toda costa sus centros especializados para personas con discapacidad mientras el resto del mundo está acabando con ellas? Eso podrían dar a entender los informes de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre discapacidad en Francia desde 2019. En esos documentos se pone de relieve una “discriminación estructural” de las personas con discapacidad hospedadas en residencias, la mayor parte de ellas gestionadas por asociaciones, que según parece las mantienen al margen de la sociedad. Ahora bien, las recientes visitas de la organización internacional a Canadá y Noruega invitan a matizar las cosas: la ONU hace ahí idénticas observaciones, pidiendo el cierre de estos establecimientos, considerados lugares de reclusión. “Ningún país ha suprimido estos establecimientos especializados –recalca Serge Ebersold, titular de la cátedra de accesibilidad del Conservatorio Nacional de Artes y Oficios (CNAM, por sus siglas en francés)–. Hablar de desinstitucionalización es al fin y al cabo olvidar que los servicios a domicilio o de apoyo a los derechos también son instituciones”.
Las comparaciones internacionales, con sus evidentes limitaciones, nos permiten identificar tendencias, puntos comunes y divergencias. En la Unión Europea, al menos 1,4 millones de personas siguen recibiendo atención institucional en residencias (1), pero la situación, marcada por la historia de los distintos Estados miembros, es heterogénea. “Hay que poner aparte, primero, los países escandinavos, especialmente Suecia, que fue pionera en cerrar todas sus residencias y desarrollar la financiación de la asistencia personal domiciliaria en las décadas de 1970 y 1980, siguiendo posteriormente esa senda el Reino Unido –describe Ines Bulic Cojocariu, directora de la Red Europea de Vida Independiente (European Network on Independent Living, Enil)–. En países como Italia y Alemania, que tienen sistemas descentralizados, la situación varía de una región a otra, mientras que en Portugal y España el papel aún importante de las familias es lo que limita el grado de los servicios prestados. Por último, los países de Europa Central, Oriental y Báltica siguen concentrando un elevado número de instituciones, heredadas de la tradición soviética”. En cuanto a escolarización, Serge Ebersold puntualiza que en Suecia casi el 98% de los niños con discapacidad van a la escuela, mientras que en Bélgica la mayoría va a clases especializadas. “Francia se sitúa en el medio, con un 50% de niños con discapacidad escolarizados”, subraya.
El ejemplo del Reino Unido también nos invita a matizar la idea de que existen supuestos “buenos alumnos” en el tema de la “desinstitucionalización”. El Reino Unido no solo ha mantenido instituciones para personas con discapacidad, sino que también experimenta una grave crisis de contratación de profesionales en el sector médico-social. Las causas hay que buscarlas en la crisis sanitaria que ha afectado a esta mano de obra, mayormente inmigrante y precaria, pero también en el brexit, que ha dificultado el acceso al trabajo y a la residencia en el país. Por ello, a finales de 2021, el Gobierno inglés anunció un plan para flexibilizar sus normas de inmigración con el fin de contratar esta mano de obra que falta.
Si se echa una mirada a Estados Unidos, se pone de relieve un problema similar, más allá de las controversias sobre la desinstitucionalización. “Ya no hay realmente debate sobre la necesidad de desinstitucionalización desde el cierre de Willowgroup”, relata James García, director de comunicación de United Cerebral Palsy, una asociación que opera en treinta estados de Estados Unidos. Willowgroup es el nombre de una institución neoyorquina que albergaba a miles de personas discapacitadas en terribles condiciones de reclusión y abandono. En 1972, un reportaje televisivo emitido por ABC News alarmó las conciencias y condujo gradualmente a su cierre en 1987. Se inició el movimiento de desinstitucionalización, más o menos activo según qué estados. Pero hoy faltan recursos. “Hay personas que todavía no se han reincorporado al mercado laboral, muchas de ellas mujeres –prosigue García–. Cuando regresan, a veces se orientan hacia otros sectores como la restauración rápida, donde horarios y salarios son más flexibles. Alrededor del 80% de los trabajadores del care (concepto que designa el conjunto de la asistencia personal) son mujeres y dos tercios son personas de color, incluyendo una alta proporción de inmigrantes. Y ocurre que durante la era Trump se restringió la inmigración”.
Las listas de espera para obtener servicios de apoyo son cada vez más largas, el disparado aumento de los alquileres en todo el país incrementa el coste de la vida independiente y la Administración Biden no ha conseguido que se apruebe en el Congreso la ley Build Back Better Act, que iba a inyectar 400.000 millones de dólares para los servicios de atención y apoyo a las personas mayores y discapacitadas. Incluso en Suecia, el único país que ha cerrado todas sus grandes instituciones, la tensión es palpable. “Nos resulta difícil contratar y formar asistentes personales por los recortes presupuestarios –relata Cecilia Blanck, directora general de la asociación JAG, que da empleo a 400 profesionales a domicilio elegidos por las personas discapacitadas–. Sigue siendo una batalla que hay que librar a nivel político”.
Para Claire Champeix, de la asociación europea de cuidadores Eurocarers, “la verdadera cuestión es que las personas y los cuidadores tengan la posibilidad de optar por el apoyo domiciliario, que a día de hoy tropieza con la dificultad para encontrar personal y obtener una financiación adecuada. No existe consideración hacia el care, que debería ser objeto de una mejor orientación de los fondos europeos para aumentar el atractivo de estos empleos. También es necesario permitir el reconocimiento de un estatus de cuidador basado en la libre elección que garantice el acceso a derechos y a ayuda, sobre todo económica”. Este estatus no está incluido en la estrategia europea de asistencia 2021-2030, presentada el 7 de septiembre, que fija el rumbo para mejorar unos servicios que la Comisión Europea ha reconocido como “inasequibles, no disponibles o inaccesibles para muchas personas”.