- MOHAMED LEKLETI. — Lignes de démarcation (’Línea de demarcación’), 2018
Apenas acababa de firmarse la capitulación de Alemania cuando el Instituto Francés de Opinión Pública (IFOP) preguntó a los franceses: “Según usted, ¿qué país ha contribuido más a la derrota de Alemania en 1945?”. Por aquel entonces, en mayo de 1945, todos tenían en mente los millones de soldados soviéticos caídos en el frente del este, su papel decisivo en el debilitamiento del Ejército nazi y la entrada tardía de los estadounidenses en el conflicto. De ahí que el 57% de los encuestados respondieran que la URSS, frente a solo un 20% que respondió que los estadounidenses. Sin embargo, cuando en 2024 el IFOP formuló la misma pregunta, las respuestas se invirtieron: el 60% de los encuestados señalaron a los estadounidenses, y el 25%, a los soviéticos.
La memoria colectiva es una construcción que cambia con las épocas, las relaciones de fuerza y los intereses de cada momento. Con el paso del tiempo, Hollywood ha erigido a Estados Unidos en salvador del planeta por medio de películas que ensalzan el heroísmo de sus soldados, desde El día más largo (1962) a Salvar al soldado Ryan (1998), desde Patton (1970) a Uno Rojo, división de choque (1980), entre decenas de otros. La URSS ha desaparecido. El Partido Comunista Francés, que ayudaba conservar el recuerdo del sacrificio soviético, se ha desmoronado. Además, el Estado francés lleva cuarenta años celebrando a bombo y platillo el desembarco de Normandía hasta convertirlo en el gran punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial.
Un acontecimiento que, sin embargo, durante mucho tiempo se juzgó relativamente menor en el desarrollo de la guerra. El 6 de junio de 1949, por ejemplo, la celebración del quinto aniversario del desembarco se redujo a una modesta ceremonia: un cuerpo de clarines local, dos muchachas que depositaron coronas florales en la playa y unos cuantos bombarderos que sobrevolaban la zona dejando caer ramos de flores y disparando bengalas.
Aunque en lo sucesivo las celebraciones fueron ganando envergadura, ningún presidente estadounidense pensó en acudir a ellas. En 1964, fue el propio general De Gaulle el que se negó a presentarse en Normandía: “¿Quieren que vaya a conmemorar su desembarco cuando fue el preludio a una segunda ocupación del país? ¡No, no, no cuenten conmigo!” (1). Todo cambió en 1984, en un contexto de agravamiento de las tensiones entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Con un horario adaptado en lo sucesivo para coincidir con las emisiones televisivas de la mañana en Estados Unidos, las conmemoraciones del 6 de junio adquirieron un carácter espectacular y una dimensión geopolítica que ya no perderían desde entonces. Aquel año, François Mitterrand invitó a Ronald Reagan, Isabel II, el primer ministro canadiense Pierre-Elliott Trudeau, Balduino I de Bélgica… El “mundo libre” mostraba su unidad y se presentaba como protector de la democracia. “Las tropas soviéticas que llegaron al centro de este continente no se fueron cuando volvió la paz —acusó Reagan con un tono ofensivo—. Siguen allí sin haber sido invitadas, sin que se desee su presencia, sin dar tregua, casi cuarenta años después del final de la guerra”.
Desde entonces, cada celebración se ha convertido en ocasión para transmitir un mensaje por medio de la lista de invitados, el orden y el tenor de los discursos, la realización de desfiles militares… El pasado 6 de junio, con motivo de la conmemoración del 80.º aniversario del desembarco, no menos de 25 jefes de Estado y cabezas coronadas pisaron las playas de Normandía. El bando atlantista estaba al completo. Por primera vez desde el final de la Guerra Fría, ningún representante ruso había sido invitado, ni siquiera un agregado de embajada. “Rusia no ha sido invitada porque no se dan las condiciones para ello habida cuenta de la guerra de agresión que está llevando a cabo contra Ucrania”, se justificaron desde el palacio del Elíseo [sede de la Presidencia de la República francesa]. Quien sí estuvo presente fue el presidente ucraniano, largamente ovacionado por los 4000 selectos espectadores del evento. Mientras que Joseph Biden se jactó del sacrificio de los soldados estadounidenses —“La libertad lo vale, la democracia lo vale, Estados Unidos lo vale, el mundo lo vale”—, Volodímir Zelenski se arrojó a una comparación histórica cuyo secreto solo él conoce (2) al explicar “cómo evoca el desembarco la justa lucha en la que está hoy embarcada la nación ucraniana”. De ese modo, Rusia —que rompió la máquina de guerra de Hitler en Stalingrado— fue subrepticiamente equiparada al régimen nazi.
Que las conmemoraciones ofrecen un espejo deformante del pasado es cosa de la que solo alguien muy ingenuo podría sorprenderse; sirven, ante todo, para escenificar un relato que se corresponde con los intereses de quienes las organizan. Pero la reescritura de la historia de la Segunda Guerra Mundial llega mucho más lejos. Alcanza también a los medios de comunicación, los manuales escolares, los museos y, en algunos países, las políticas públicas.
Rusia lleva mucho tiempo acostumbrada a ver cómo se minimiza su papel en la guerra en comparación con la contribución estadounidense. En la actualidad se la juzga corresponsable del desastre en pie de igualdad con Alemania. Este discurso surgió primero en Europa central y oriental, así como en los Estados bálticos, favorecido por la renovación de los movimientos nacionalistas a finales de la primera década del presente siglo. En estos países ocupados por los nazis —de los que más tarde serían liberados por los soviéticos para acabar bajo la tutela de Moscú—, se ha impuesto la idea de una “doble ocupación”: por Alemania primero, y más tarde por la URSS, los “dos totalitarismos”. Para que este relato arraigara, fue preciso borrar a conciencia las huellas del pasado, sobre todo las que aludían a la victoria del Ejército Rojo o a la colaboración con el ocupante alemán.
En 2007, Estonia decidió destruir una estatua levantada en el centro de Tallin en 1947 en honor de los soldados soviéticos muertos en combate: la habían convertido en símbolo de la “ocupación soviética”. La minoría rusa protestó, la controversia degeneró en disturbios y el Gobierno decidió limitarse a cambiarla de ubicación. Esta clase de operaciones se han vuelto moneda corriente: en los últimos quince años, se han realizado centenares de ellas en Bulgaria, Hungría, Letonia, Polonia, Rumanía y Ucrania. En 2017, el Gobierno polaco dio doce meses a las autoridades locales para retirar todos los monumentos públicos que rindieran “homenaje a personas, organizaciones, acontecimientos o fechas que simbolicen el comunismo u otros regímenes autoritarios”. Al año siguiente, aprobó una ley que castigaba “la imputación falaz de crímenes contra la humanidad a la nación o el Estado polaco”; prohibido hablar de colaboración con el nazismo: el Instituto de la Memoria Nacional vigila. En 2018, en Ucrania se prohibió la publicación de un libro del historiador Antony Beevor sobre la batalla de Stalingrado. ¿De qué era culpable? De haber incluido algunos párrafos en los que hablaba de los nacionalistas ucranianos enrolados en el Ejército alemán responsables de la ejecución de 90 niños judíos en 1941.
- NOUS TRAVAILLONS ENSEMBLE. — Nord Sud, 1991
La idea de una corresponsabilidad entre Moscú y Berlín ha ido ganando el oeste del continente europeo, donde hasta entonces se limitaba sobre todo a los círculos neoconservadores. Se convirtió incluso en postura oficial del Parlamento Europeo cuando, a iniciativa de los países del este, los eurodiputados aprobaron, el 19 de septiembre de 2019, una resolución sobre “la importancia de la memoria histórica europea para el futuro de Europa”. El texto afirma que la Segunda Guerra Mundial fue “el resultado directo del tristemente célebre tratado de no agresión nazi-soviético” y recomienda declarar el 25 de mayo (fecha de la ejecución de Witold Pilecki, un héroe de Auschwitz) el “Día internacional de los héroes de la lucha contra el totalitarismo”, asociando así, implícitamente, a la URSS con el genocidio de los judíos.
De por sí, resulta cuestionable que sean cargos electos los que escriben y fijan la historia. En 1990, prestigiosos historiadores, como Madeleine Rebérioux y Pierre Vidal-Naquet, se opusieron a la ley Gayssot —aprobada en un rapto emotivo dos meses después de la profanación de un cementerio judío en Carpentras—, que prohíbe negar la Shoah. “Explicando el crimen, dándole su dimensión histórica, comparando el genocidio nazi con otros crímenes contra la humanidad: de ese modo, y no por medio de la represión, es como se forjan espíritus libres” (3), consideraba por entonces Rebérioux. En este caso, los investigadores por lo menos habían llegado a un consenso sobre el tema, al igual que en lo que atañía al asunto de las dos leyes siguientes sobre memoria histórica: el genocidio armenio de 1915 y el esclavismo; ningún investigador serio negaba ya el carácter genocida del primer acontecimiento, ni que el segundo correspondía a un crimen contra la humanidad. En la actualidad, los legisladores se ocupan de temas que siguen generando debate entre los historiadores. Y pese a no saber nada de ellos, con un propósito meramente político. Así, a petición de Kiev, los diputados franceses reconocieron por aplastante mayoría, el 28 de marzo de 2023 —semanas después de que sus homólogos europeos hicieran lo propio—, la naturaleza genocida de la “gran hambruna” ucraniana de 1933. Un calificativo que es objeto de enconadas discusiones entre los especialistas. Pero, como admitió un parlamentario partidario del texto (4), “aunque entiendo que puedan existir debates sobre el carácter genocida del Holodomor, al fin y al cabo ¡hay que hacer política!”. Con su resolución de 2019, los parlamentarios europeos no se limitaron a tomar partido en una controversia: revisaron la historia, suprimiendo todos los elementos susceptibles de poner en tela de juicio su nuevo relato. Lo cierto es que hace falta una evidente mala fe para señalar a Moscú como culpable de la Segunda Guerra Mundial a la vez que se oculta la responsabilidad francesa o la británica. Con anterioridad a la firma del pacto entre la Unión Soviética y Alemania el 23 de agosto de 1939, el Reino Unido y Polonia se habían dedicado a torpedear toda posibilidad de un acuerdo de seguridad colectiva que incluyera a la URSS. Las élites británicas apoyaban por entonces una política de “apaciguamiento” —por no decir que de complicidad— del régimen nazi, al que consideraban mucho más respetable que el comunista. Esta indulgencia de la clase política, de los financieros de la City, de la aristocracia y de la prensa es un elemento determinante para entender la evolución hacia la guerra. Pese a ello, se la ignora en los discursos públicos y está ausente de los manuales escolares y de los espacios televisivos.
Semejante ofensiva ideológica le pone las cosas fáciles al presidente ruso Vladímir Putin a la hora de denunciar el “revisionismo” antirruso. “El revisionismo histórico cuyas manifestaciones observamos en Occidente, sobre todo en lo concerniente a la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias, es peligroso porque supone deformar de forma grosera la comprensión de los principios de desarrollo pacífico definidos en las conferencias de Yalta y San Francisco de 1945”, denunciaba en junio de 2020 en un largo artículo sobre “Las verdaderas lecciones del 75.º aniversario de la Segunda Guerra Mundial” publicado por la revista conservadora estadounidense The National Interest. Con el fin de desmontar las manipulaciones occidentales, el presidente ruso funge de profesor de historia. En sus larguísimos discursos, señala la responsabilidad occidental en el desencadenamiento del conflicto, arremete contra la “traición de Múnich”, denuncia la colusión de Polonia con la Alemania nazi y celebra el heroísmo de los soldados soviéticos. Y, al igual que sus adversarios, deforma el pasado de modo que sirva a sus intereses, prohibiendo hablar de los vínculos entre la URSS y Alemania y reescribiendo los programas y los manuales escolares con el fin, sobre todo, de justificar la “desnazificación” de Ucrania y negar la legitimidad histórica de este país.
Se trata, en efecto de una de las obsesiones del presidente ruso. Putin lleva años empeñado, archivo en mano, en negarle todo pasado propio a su vecino. En mayo de 2023, apareció en las pequeñas pantallas del país escrutando un mapa del siglo XVII para acabar concluyendo: “Fue el Gobierno soviético el que creó la Ucrania soviética. Eso lo sabe cualquiera. Hasta entonces, nunca había habido una Ucrania en la historia de la humanidad”. Dos años antes, en julio de 2021, publicó un texto de quince páginas destinado a demostrar “la unidad histórica de Rusia y Ucrania” remontándose hasta la Rus de Kiev, fundada en el siglo IX en lo que es hoy la capital ucraniana. En él escribió cosas como la siguiente: “En la llanura de Kulikovo, el gran príncipe Dmitri de Moscú luchó al lado del vaivoda Bobrok de Volinia y de los hijos del gran duque Algirdas de Lituania: Andréi de Pólotsk y Dmitri de Briansk. Al mismo tiempo, el gran duque Jagellón de Lituania, hijo de una princesa de Tver, dirigió sus tropas en ayuda de Mamái. Estas son páginas de nuestra historia común”. A ello respondió Zelenski, en un largo discurso del 23 de agosto de 2021, en estos términos: “Nuestra grivna [la moneda ucraniana] tiene más de mil años. Ya existía en tiempos de Vladímir el Grande. Nuestro tridente [el símbolo que figura en el escudo del país] fue aprobado por la Constitución ucraniana hace 25 años. Pero ese mismo tridente estaba ya representado en los ladrillos de la Iglesia de los Diezmos hace 1025 años”.
Este cruce de elucubraciones podría provocar hilaridad si la guerra de la memoria no hubiera degenerado en un sangriento conflicto. Y si otros países no hicieran un uso análogo de la historia, tan descabellado como criminal. Como Israel, cuyos dirigentes no dudan en referirse al reino de Judá, instaurado por los israelitas en la Edad de Hierro, o en enarbolar unos hallazgos arqueológicos que supuestamente demuestran la continuidad de la presencia judía en la región: monedas, tumbas, estelas de miles de años de antigüedad… restos que hoy sirven, una vez más, para justificar una colonización y una opresión bien reales.
- Cartel conjunto del Frente Popular para la Liberación de Palestina y el Frente Democrático para la Liberación de Palestina, “Segundo aniversario de Sabra y Shatila. Las masacres no detendrán la lucha de los palestinos”, 1984
La historia debería servir para comprender mejor los conflictos y descubrir sus raíces, en vez de ser manipulada para justificarlos. Pero la instantaneidad conviene mejor al relato que los analistas desean transmitir al público. Para ellos, el asunto es pan comido: la guerra en Ucrania empezó el 24 de febrero de 2022, y la de Gaza, el 7 de octubre de 2023; en un caso, Rusia agredió a Ucrania, y en el otro, Hamás atacó a Israel. Y las víctimas tienen perfecto derecho a defenderse, y Occidente, a ayudarlas, quod erat demonstrandum.
Lo anterior no es falso. Pero si se retrocede un poco más en el tiempo, el paisaje que se ofrece a la vista es bien distinto. La guerra en Ucrania no puede entenderse sin recordar que, en tiempos de la desintegración de la URSS, cuando Rusia estaba postrada y ya no constituía una amenaza, Estados Unidos decidió conservar la OTAN y, más adelante, integrar en la Alianza a cada vez más países pertenecientes en el pasado al Pacto de Varsovia, así como a exrepúblicas soviéticas, con el propósito de acabar integrando a Georgia y Ucrania. Una alianza antirrusa, un considerable despliegue militar y estratégico a las puertas de Rusia. Como ironizaba Noam Chomsky (5), imaginemos que México firma una alianza militar con China y la autoriza a instalar tropas y armas en su territorio, justo al lado de la frontera con Estados Unidos y a despecho de las advertencias de Washington… Y si Estados Unidos reaccionara invadiendo tierras mexicanas, ¿alguien se cree que la Unión Europea, celosa del respeto al derecho internacional, entregaría decenas de miles de millones de dólares al país invadido?
La masacre perpetrada por Hamás también se inscribe en una historia: la de las seis operaciones punitivas israelíes organizadas contra Gaza en los últimos 18 años; la de uno de los bloqueos marítimos y terrestres más severos del planeta; la de una ocupación ilegal de territorios palestinos denunciada infinidad de veces por Naciones Unidas desde 1967. Pero, en vez de poner las cosas en perspectiva, los medios de comunicación dan preferencia a una cronología inmediata que les permite omitir las vejaciones infligidas regularmente a los palestinos, los controles permanentes, la ocupación militar, el muro de separación, el dinamitado de sus casas y la colonización de sus tierras. De ese modo, el ataque del pasado 7 de octubre se ve despojado de toda razón que no sea étnica o religiosa: una matanza de judíos, un “pogromo”. De hecho, “el mayor pogromo de la historia desde la Shoah”, como se apresuraron a describirlo tanto periodistas como dirigentes políticos, alojando así el suceso en la larga historia de la persecución de los judíos —lo cual, por otro lado, autoriza a tachar de antisemita a todo aquel que trate de explicar el porqué del asalto de Hamás (6).
- HERMAN BRAUN-VEGA. — Bonjour Monsieur de La Tour (Les tricheurs) (‘Buenos días, señor de la Tour’, o ‘Los tramposos’), 1981
La historia se manipula a espuertas. Justifica guerras, descalifica a adversarios y suelda identidades colectivas. Todos pueden ocultarla, reescribirla, distorsionarla o sacarse de la manga una analogía o una referencia con tal de que les valga para dar peso a una demostración. En esta batalla por moldear el debate público en torno a un relato adaptado a sus intereses, los dueños de los grandes medios de comunicación disponen de un arma temible. Habida cuenta de que su principal poder consiste en enmarcar el espacio y definir el perímetro del debate, los medios de comunicación se esfuerzan por mantener “fuera de cuadro” las páginas de la historia susceptibles de empañar la imagen de las democracias liberales. ¿Quién recuerda ya en Occidente las reticencias de Estados Unidos a involucrarse en la lucha contra el nazismo? ¿O la responsabilidad de Churchill en la hambruna de 1943 en Bengala, que se saldó con tres millones de muertos? ¿O la masacre de cientos de miles de comunistas en Indonesia, con el aval de París y Washington? ¿O del firme apoyo de los medios liberales a la dictadura de Pinochet?
Frente a la apisonadora de los medios de comunicación y de la industria editorial, la clepsidra de Clío —musa de la historia— y las dulces palabras de Mnemósine —diosa de la memoria— no bastan. Oponerse al pensamiento dominante siempre requiere de un doble trabajo, ya que, antes incluso de exponer una visión poco conocida del pasado, hay que extirpar las ideas recibidas que enturbian nuestra lucidez. Los inconformistas nadan a contracorriente contra “las nociones implícitas, nunca examinadas, pero admitidas de forma generalizada, que se aceptan por autoconfirmación, en virtud de su conformidad con lo ya aceptado como verdadero. Y esta familiaridad instaurada, esta unanimidad de los prejuicios, se juzga a menudo como ‘lo objetivo’ —señala el historiador estadounidense Michael Parenti—. Por esa razón los disidentes se ven en la necesidad de defenderse constantemente y respaldar minuciosamente todas sus demostraciones” (7). Procurar un método y unas herramientas que le permitan a cada uno deshacerse de la ganga de las ideas recibidas y orientarse en la espesura de los relatos: tal es el ambicioso propósito del Manual de autodefensa intelectual publicado en septiembre por Le Monde diplomatique, y cuya traducción al español estará disponible a principios de 2025.