Desde que Emmanuel Macron decretó la disolución de la Asamblea Nacional, los ánimos están caldeados. Hay diputados agredidos, sedes administrativas vandalizadas y activistas apaleados. En las redes sociales pululan las amenazas y los líderes políticos se injurian. En los medios de comunicación, periodistas y comentaristas dicen estar preocupados por una oleada de violencia política que supuestamente está anegando todo Occidente, empezando por Estados Unidos, donde Donald Trump acaba de librarse de un intento de asesinato como antes lo hiciera el primer ministro eslovaco Robert Fico y el expresidente brasileño Jair Bolsonaro.
Frente a este clima, parece desprenderse una solución transpartidista: el “apaciguamiento”, según el cual corresponde a los dirigentes políticos calmar los debates, atenuar las discrepancias y enfriar los ánimos. Porque, claro, ¿cómo imaginar una sociedad sosegada cuando en las altas esferas se suceden las afrentas? De ahí que el presidente francés haya pedido a los parlamentarios que recuperen “el sentido de la concordia y el apaciguamiento” con el fin de “construir compromisos con serenidad y desde el respeto por parte de todos”. Hasta Reagrupamiento Nacional [extrema derecha] se proclama “partido del apaciguamiento”. Todo recalcitrante se ve amonestado de inmediato. Cuando la diputada de La Francia Insumisa Sophia Chikirou comparó el “hollandismo” con las chinches, su colega ecologista Marine Tondelier la reprendió: “Debemos dar ejemplo, porque hay una violencia que se está extendiendo por la sociedad y nosotros debemos estar ahí para proteger y reparar, pero también para apaciguar”. Eso sí: cuando los verdes se niegan a estrechar la mano de un diputado de extrema derecha, es de la derecha de donde vienen los reproches: “En democracia, hay que respetar al adversario. El país está necesitado de apaciguamiento”, censura Philippe Juvin, diputado de Los Republicanos. Los límites de la urbanidad dependen de quién los pone...
Un pequeño repaso a la historia revela lo quimérico del proyecto de un Parlamento en el que reina la sensatez y las diferencias se resuelven haciendo gala de cortesía para dar ejemplo al resto del país. Los vituperios siempre han prosperado en la sede de la Asamblea Nacional, de toda cepa y en toda época. Analfabeto, rastrero, idiota, cabrón, perro faldero, malhechor, mentiroso, Judas, traidor, asesino, ratero, impostor, cantamañanas, Tino Rossi, lacayo, vendido, retrógrado, animal, viejo chocho, pedazo de canalla… Nuestros tiempos se distinguen, de entrada, por su menor inventiva. Como ha demostrado el historiador Thomas Bouchet (1), en los periodos de crisis prospera el enfrentamiento verbal y los follones en el hemiciclo: la “tabernización” del Parlamento, como se le llama hoy en día, con diputados que golpetean los pupitres, vociferan su desacuerdo y a veces hasta se echan a cantar a pleno pulmón. La crisis del boulangismo, el caso Dreyfus, los días que sucedieron al fin de la Primera Guerra Mundial, la llegada al poder del Frente Popular, las huelgas de 1947, la ley sobre el aborto… Las tensiones y la fragmentación que atraviesan el país resurgen en la vida democrática, no al revés, y el “apaciguamiento” no es un punto de partida, sino el resultado potencial de políticas que traten de solventar esas fracturas. “Al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime”, escribió Bertolt Brecht.
Ahora bien, de un tiempo a esta parte, no faltan razones para el descontento. La situación social no deja de deteriorarse, las reformas impopulares se suceden, las manifestaciones son ignoradas, cuando no reprimidas… Y los comicios, que para muchos se resumen en una elección por defecto, parece que ya no sirven para cambiar nada, con un bando presidencial desacreditado y derrotado en las urnas pero que se aferra al poder a fuerza de maniobras políticas y estratagemas institucionales. ¿Acaso debe extrañarnos, entonces, que los antagonismos se endurezcan y los conflictos se agudicen cada vez más?