Bien pudiera ser que las preocupaciones de Occidente respecto a China derivaran de su incapacidad para comprender al gigante asiático. Esa es la hipótesis que plantean dos libros recientes y diferentes, sin embargo, en sus objetivos. Para David Daokui Li, un investigador chino con buenas conexiones tanto en los círculos neoliberales de Pekín como en los de Washington, descubrir el Reino del Medio significa reconocerlo como cercano (1). En lo esencial, Pekín está tomando las decisiones correctas: “China es claramente una economía de mercado”. Lo conveniente, por tanto, sería armarse de paciencia y comprensión en los demás temas. Por ejemplo, en lo tocante al término “comunista” unido al nombre del partido gobernante, que al parecer Jiang Zemin (presidente de 1993 a 2003) decidió finalmente no eliminar por respeto a la “historia” de la formación. El futuro, eso sí, lo escriben otras manos: “Antes del proceso de reforma y apertura —escribe Li—, cuando queríamos convencer al presidente de mi universidad de que diera el visto bueno a un proyecto, había que decir: ‘Karl Marx dijo esto o aquello’; ahora hay que decir: ‘En Harvard y el MIT [Instituto Tecnológico de Massachusetts], lo hacen de esta o aquella manera’”.
Enfoque opuesto el del antropólogo francés Norbert Rouland (2), quien, aunque busca demostrar que China ha dejado de ser “un mundo ajeno e ininteligible”, sí invita a considerarla como “otro”. Un “otro” de cuyas diferencias propone una comprensión global: en ámbitos como los derechos humanos y la libertad de expresión, pero también en cuestiones como el desnudo artístico. “La sociedad china tradicional es mucho menos permeable que el Occidente moderno a la noción de individuo, existente por derecho propio, con su retahíla de derechos subjetivos. La persona siempre debe representarse al unísono de un mundo, de un paisaje, de una estación: juntos forman un todo orgánico. Lo que hace el desnudo, en cambio, es enfatizar la identidad absoluta del ser humano aislándolo de cualquier contexto; pinta su esencia, algo que riñe con todo a lo que apunta el arte chino”. Si tal afirmación remite al taoísmo, ¿no da también pie a sacar conclusiones políticas del regreso del desnudo en la expresión artística china desde la década de 2000?
¿Proximidad? ¿Otredad? Ambas cosas, responde en esencia el sociólogo Benjamin Bürbaumer, para quien entender la China contemporánea implica en realidad dirigir la mirada hacia Washington (3). El autor pone el punto de arranque de su contundente demostración en la década de 1970, en un momento en que la tasa de beneficios se desplomaba en Estados Unidos. La fracción transnacional del capital estadounidense encontró una solución inesperada a esta crisis en la China comunista, que por entonces se estaba “abriendo”. Hasta la crisis de las hipotecas de alto riesgo de 2007-2008, esta singular asociación solo generaba ganadores entre las clases dominantes estadounidense y china: la alteridad producía entonces complementariedad.
Con las consecuencias del choque provocado por los excesos del mundo financiero occidental, China perdió sus mercados tradicionales. Ante la amenaza de colapso de su propia tasa de beneficios, sus élites encontraron a su vez la solución a sus dificultades en el extranjero. Hasta entonces confinadas a producciones de segunda categoría, las empresas chinas de repente se pusieron a cazar “en las tierras del capital transnacional estadounidense” exportando bienes cada vez más sofisticados. Mientras Estados Unidos aprovechaba su control sobre las infraestructuras capitalistas globales (moneda, instituciones internacionales, normativas, etc.) para intentar salvaguardar su preeminencia, China contraatacaba levantando sus propios canales de circulación de mercancías y capitales. Al hacerlo, socavó la “supervisión estadounidense de la globalización”. Las dos grandes potencias se parecen ahora demasiado y están inmersas en una rivalidad estructural. ¿Bastará con “comprender mejor” al otro para evitar que esto vaya a peor?