En los años 1990, un escuadrón de expertos internacionales se precipitó a asistir a Rusia. Veinte años más tarde, el escuadrón llegaba a Grecia. El primer país estuvo a punto de no sobrevivir al tratamiento de choque que se le infligió: inflación galopante, saqueo de los activos públicos (“privatizaciones”), descenso violento de la esperanza de vida. En cuanto al segundo, su riqueza nacional se ha reducido una cuarta parte desde 2010.
¿Cómo ha podido una disciplina universitaria tan prestigiosa como la ciencia económica favorecer errores de diagnóstico tan espantosos? ¿Y cómo consigue liberarse de su responsabilidad de los tormentos que aún inflige? Algunos de los economistas más reputados ejercen su influencia en el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, el Banco Central Europeo (BCE, véase la pág. 138), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Ahora bien, estas instituciones no solo han promovido decisiones –económicas, sociales y políticas– casi siempre conformes a los intereses del capital, sino que también han asfixiado a los Estados que se alejaban de estas.
A principios de este siglo, la economía neoclásica (véase la pág. 18) blandía la teoría de la “eficiencia de los mercados” para imponer innovaciones financieras como la titulización. Estas innovaciones precipitaron en 2007-2008 la crisis conocida como de las subprime, la más grave y duradera desde el “jueves negro” de octubre de 1929. Las elevadas cantidades de deuda pública y las decenas de millones de desempleados adicionales habrían podido provocar el despertar de los “expertos”, su examen de conciencia, pero no sucedió nada de eso. Cuanto peor se encuentra la economía, más se endurecen las orientaciones que han fracasado. No obstante, la crisis de los años 1930 abrió la vía a los economistas keynesianos que, a contracorriente de las políticas deflacionistas implementadas hasta entonces, crearon las estrategias económicas voluntaristas de las tres décadas siguientes.
¿Por qué no se ha observado nada de esto después de 2008? Sin duda, una de las razones es que, con el tiempo, los economistas neoliberales se han situado en el centro del poder y han dominado el universo de las ciencias sociales (1). Así pues, su interpretación de los acontecimientos se impone desde entonces, lo que les protege de tener que admitir sus errores. La culpa sigue estando en otra parte.
Para garantizar su insularidad, su microcosmos, y volver a elevar el crédito de una disciplina que permaneció en gran medida en el ámbito académico antes de la Segunda Guerra Mundial, los economistas predominantes levantaron igualmente una barrera casi infranqueable de cifras y de ecuaciones (véase la pág. 10). Poco a poco, la ciencia de la riqueza social pasó a ser tan técnica y tan especializada como la mecánica o la hidráulica: entre 1940 y 1990, el contenido matemático de la principal revista de economía estadounidense se multiplicó por trece (2).
La victoria ideológica y política del neoliberalismo hizo el resto. Esas grandes teorías que postulan que el individuo sería ante todo un consumidor que busca la mejor utilización posible de los ingresos de los que dispone (véase pág. 86) rechazan la observación, juzgada como demasiado empírica, casi vulgar, de la realidad de las sociedades. Por el contrario, algunos economistas, entre los que se encuentra Keynes, consideraban que la búsqueda de la belleza y de la verdad, las relaciones de solidaridad, de amistad y de amor constituían objetivos humanos como mínimo igual de determinantes. No solo fue apartada su intuición, sino que, además, se impuso la vertiente más utilitarista, la más dogmática de la ciencia económica y esta se encargó de dirigirlo todo: la familia, la fecundidad, el matrimonio, la historia, las votaciones, la psicología... Hasta el punto de que uno se pregunta qué ámbitos aún concede a otras disciplinas semejante imperialismo intelectual, decidido a elaborar por sí solo una teoría general del comportamiento humano.
¿Qué resultado se obtiene de todo esto? Tras la debacle rusa de 1998, el director de un instituto estadounidense de previsión recapituló algunos de los grandes postulados neoliberales que acababan de desmoronarse ante sus ojos: “La ideología del nuevo orden mundial sostenía que ya no había lugares diferentes, que todas las personas razonables se comportaban de la misma manera razonable y que, en esas condiciones, la economía rusa, iluminada por los consejos de Harvard y de los agentes financieros de Goldman Sachs, también evolucionaría. Se creía que, con el crecimiento económico, todo el mundo acabaría pareciéndose entre sí. La prosperidad conduciría a la democracia liberal. Y la democracia liberal transformaría a los rusos en entusiastas miembros de la comunidad internacional. Un poco como los habitantes de Wisconsin pero con un régimen alimentario más rico en remolacha” (3). Esta observación, por muy lúcida que fuera, no impidió que se volviera a empezar a creer y a gobernar desviándose de la senda marcada algunos años más tarde. Así pues, una vez que la crisis rusa había pasado, se prepararon las condiciones para la siguiente.
Uno se puede preguntar cómo tantos “expertos” impusieron la extravagante idea de que las lecciones de la historia, de la antropología, de la sociología y también de la política habían dejado de contar; la idea de que cada sociedad ya no era más que una arcilla moldeada por las “leyes de la economía”, la cual está efectivamente poblada de seres humanos, pero asimilables a átomos y a moléculas; y, finalmente, la idea de que la comunicación y el comercio iban a disolver las diferencias entre las naciones, lo que favorecería la creación de un mercado mundial portador de prosperidad y de paz.
Todavía nos encontramos a mitad de camino, aunque para algunos economistas ya se ha conquistado la tierra prometida: su situación material ha mejorado en consonancia con la de las business schools en las que imparten docencia y la de los bancos donde asesoran al 1% más rico de la población a quienes les encantan sus teorías. Para el resto, mucho más numeroso, el panorama que el propio FMI terminó esbozando no es tan alentador. En efecto, la institución con sede en Washington admitió en un estudio publicado en junio de 2016 que las políticas neoliberales que había promovido durante tantos años no habían conllevado ningún aumento del crecimiento; por el contrario, se vieron acompañadas por un incremento de las desigualdades (4) (véase el gráfico de la pág. 66). En cuanto a la globalización financiera, también apreciada por el FMI, esta aceleró la frecuencia de los cracs y acrecentó sus riesgos. Treinta años de recetas económicas echados por tierra...
En realidad, los autores de este Atlas se imaginaban un poco todo esto. Pero sus lectores podrán aprovechar este rayo de lucidez para volver a examinarlo todo con una mirada nueva, libre, curiosa e incluso soñadora. A riesgo de decidir que hay que rehacerlo todo, comenzarlo todo de nuevo.