El 11 de noviembre de 1620, el Mayflower atracó en la costa atlántica de Norteamérica. A bordo iban una treintena de puritanos ingleses disidentes decididos a hallar la Tierra Prometida, con el convencimiento de que un “destino manifiesto” los había guiado hasta este mundo así llamado nuevo: “A imagen y semejanza de las primeras iglesias cristianas, fundaremos una comunidad inocente en el suelo virgen de este Edén”. El relato nacional estadounidense los llamaría los Padres Peregrinos. Y la literatura estadounidense, desde finales del siglo XVIII hasta nuestros días, sentaría sus bases en este “destino” y en las realidades que engendró: de la masacre de los amerindios al Día de Acción de Gracias, de la esclavitud a la “libertad para todos”, de las grandes praderas a las bulliciosas ciudades... En la novela gráfica Il était une fois l’Amérique (1), Catherine Mory (texto) y Jean-Baptiste Hostache (dibujos) presentan esta literatura nacida en el ruido y en la furia, con sus múltiples perfiles en el siglo XIX. El punto de partida es James Fenimore Cooper (autor entre más obras de El último mohicano, 1826), que indagó sobre cómo fueron instrumentalizados los pueblos amerindios durante las guerras entre franceses e ingleses, pero también sobre la fascinación que despertaron, y el punto de llegada es Jack London. En este recorrido nos encontramos con Nathaniel Hawthorne (a quien La letra escarlata, escrita en 1850, dio celebridad), que evocó los viejos demonios puritanos de Salem; con el poeta y cuentista Edgar Allan Poe y sus visiones entre fantásticas y policiacas; y también con Henry David Thoreau, el autor de Desobediencia civil (1849) y Walden o la vida en los bosques (1854), con Herman Melville, Emily Dickinson, Mark Twain y Henry James…
Se consigue así el panorama de una literatura en tensión, marcada por constantes vaivenes entre la exaltación de una joven nación y la observación, a veces desengañada, de aquello en que se estaba convirtiendo. En lo que se ha convertido es donde pone el foco el escritor Paul Auster, especialmente en su violencia y en su relación con las armas, valiéndose de fotografías de lugares que fueron escenario de matanzas colectivas, firmadas por Spencer Ostrander (2). Lugares hoy abandonados, templos, escuelas, centros de salud, lugares olvidados “hasta que llegó Ostrander con su cámara y los convirtió en las lápidas de nuestro desconsuelo colectivo”. Auster recuerda cómo, en la década de 1950, los libros, las películas y los canales de televisión crearon una cultura proclive a la banalización de los “guns”. A los temores de la ciudadanía, reales o fantaseados, respondió la posibilidad, y hasta el mandato, de poseer y portar un arma, un derecho amparado por la Constitución. Auster examina con especial atención la evolución de las mentalidades: lo que algunos consideraron necesario en la época de la creación de Estados Unidos y de la expansión colonial ha devenido en un american way of life, un “folclore” cuidadosamente escenificado. En 2021, “los residentes en Estados Unidos poseían 393 millones de armas de fuego (...). Cada año, unos 40.000 estadounidenses mueren por heridas de bala”. De tal forma que, “ya desde el primerísimo día de la República, estamos divididos entre los que creen que la democracia es una forma de gobierno que garantiza a los individuos la libertad de hacer lo que buenamente se les antoje, y los que creen que vivimos en una sociedad y somos responsables unos de otros”. La pregunta sigue en pie: “¿En qué tipo de sociedad queremos vivir?”.